Ponía que abrían puertas a las nueve y media y que el concierto arrancaba media hora más tarde. Nadie se cree esas cosas, así que llegamos esa media hora más tarde, tiempo prudencial para calentar un poquito dentro de la sala y saludar a los amigos antes de que empiece la movida. Bueno, son las diez y media y sigo en la puerta esperando a que abran. Sigo sin saber muy bien cómo he llegado hasta aquí. Recapitulo: Veo una publicación que anuncia el nuevo el pop oscuro de Soledad Vélez. Me gusta el titular, me gusta la estética. Concibo grandes posibilidades. Pues vamos. Vale, sé cómo he llegado hasta aquí, el tema está en que desconozco qué procesos hizo mi cerebro para decidir esto. Somos marionetas del destino.
Luego me doy cuenta de que el Microsonidos 2019 se estrena con este concierto. Si hay algo que me gusta del Microsonidos es que uno recibe ese aluvión de nombres con esperanza de que vuelvan a traer a ‘A Place to Bury Strangers’. No vienen, no, pero han convocado a Soledad Vélez. Based in Valencia, born in Chile.
Las Komorebi
Vamos a empezar. Telonean Komorebi.Cuando las escucho no puedo evitar acordarme de la inglesa Poppy Ackroyd, de la que quizás conozcáis su participación en la banda ‘Hidden Orchestra”. Un recuerdo que me agrada y frustra. Comienzan grabando una textura de ruiditos, a la que poco a poco van añadiendo más cosas. Loopean todo lo que pueden y más: el Tom del centro, los violines, las voces, los ruiditos.Como suele pasar con este tipo de música, si el público no lo espera ni se entera de que el concierto ha empezado hasta que la música suena más que sus voces.
Sofía y Julia hacen algo que se escucha poco en Murcia, y la fusión de música clásica con las tecnologías de hoy se agradece. Cuando arrancan la gente escucha, cuando tocan Winterfall la gente baila -bueno, justamente hoy no mucho – y cuando van a por “la nueva” todos callamos. Porque generan una atmósfera digna de nadar en ella. Ahí sí juegan bien a lo que saben, y encima lo hacen sonriendo. Se centran en unos pocos recursos que explotan al máximo, y funciona. Evolucionan de una amalgama de sonidos diversos al minimalismo de sus voces, creando una especie de atmósfera “Grouper-Enya semielfa” en la que ojalá pudiera quedarme sumergido más tiempo. ¿Lo amargo? Aún necesitan afinar los volúmenes de cada capa que construyen e hilar mejor las transiciones de un pasaje a otro. Sin embargo, confío en su nueva canción. Ahí dan en el clavo, y estoy convencido de que es un proyecto con un gran potencial de crecimiento.
La Sole
Con Soledad Vélez me pasa lo mismo que me pasó en el concierto de Moody Sake, cuando quiero darme cuenta la protagonista del cartel ya está sobre el escenario. Una presencia poderosa, pero antes hablemos de su música. ¿Os acordáis de Poppy Ackroyd? Es exactamente lo mismo en lo que piensas cuando escuchas a Soledad. ¿Los violines? Los cambiamos por sintes. ¿Las voces líricas? Vamos a bajarlas todas las octavas que podamos. ¿Composiciones complejas y progresivas? Si le damos unos toques por allí y por allá, las reformulamos a la fórmula verso-estribillo y quitamos todos ruidos innecesarios para sustituirlos por acordes y pads pulsados de tecla en tecla…¿Concepto sobre artista? En japonés, Komorebi se podría interpretar como “luz que pasa a través de las hojas de los árboles”. Soledad Vélez es ella misma. ¡Eh! No significa que una cosa sea mejor que la otra, pero es la mejor descripción que se me ocurre de lo que siento ante esta combinación. Si la realidad se descompone en una compleja escala de grises, aquí estamos en con el gris más claro y el gris más oscuro de la gama.
Las canciones se suceden, el público se lo pasa muy bien. Me cuesta, pero comienzo a conectar con la artista. Presenta una canción de tres estrofas dedicada al feminismo. Si dice que son tres estrofas, she means it. En mi esfuerzo por desenredar las letras de la música, la canción termina antes de que mi traductor interno procese la información. Aún así, me gusta lo que dice. Lo que no me gusta, y me vais a perdonar por cambiar el tiempo de la redacción, lo que no me gustó nada, fue lo que pasó cuando terminó la canción. Si bien me debatía entre comprender si estaba disfrutando la experiencia o no, un señor maduro, claramente perjudicado, se acercó a mí. Me dice que la escucha todos los días, varias veces al día. Se emociona. Parece contenerse, pero lo suelta enfáticamente. Que la va a violar. Se echa las manos a la cabeza, consumido por el frenesí. Me dice que lo siente, pero poco después comenta que no puede más, como que se le va de las manos. Le pedí que se relajara, pero dudo que me escuchara. Sigue ahí, observándola.
“Somos como un latido” Soledad sabe conectar con el público. Combina magistralmente dirigirse a nosotros del modo más natural que existe con el más pastiche que te pueden echar a la cara. Un guilty pleasure al que abandonarse invocando una de las entrevistas noventeras de Björk, donde defiende que no todo deben ser obras elevadas para que se disfruten. Lo cierto es que con las repetitivas bases rítmicas, la cantante frente a nosotros, cantando a los ojos de la gente y dirigiendo al público comprendo a qué se refiere con el latido. Pero si mi simpatía por su hacer se asienta, el susodicho del párrafo anterior me lanza fuera de órbita. La canción de las tres estrofas tiene más sentido ahora. ¿Qué tiene la gente en la cabeza? ¿Tan difícil es disfrutar de un concierto sin liarla? ¿De respetar a una mujer? Dudo que nadie no se sintiera atraído por el carisma de la artista, pero, ¿qué derecho da eso a pensar así? Peor, a dejar que ese pensamiento progrese hasta salir de la boca de alguien sin ningún reparo. Un golpe de realidad sobre lo que realmente es un placer culpable.
Redacción por Thomas Alburquerque.
Fotografías de Alejandro Paraíso.
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