«¿Me podéis quitar estas luces, por favor? Dejemos sólo lo indispensable«, es lo primero que dice Pablo García en el escenario. A su diestra y zurda, respectivamente, los desde luego indispensables Alfonso Alfonso y Pablo González (más conocido como Pibli) a la guitarra y a la batería. La lógica introducción es la que sigue el disco, el Preludio Corintio y la desgarradora Puro y Ligero.
Nos da la bienvenida a este concierto íntimo y «de cadencia misteriosa, según La Opinión de Murcia«. Les he visto cuatro veces en directo, tres de ellas en formato trío, así que no espero muchas sorpresas. Vengo buscando estas muestras de talento. Me espero esas distorsiones de Alfonso, esos gritos de Pablo que, como sus palabras, se clavan y erizan, pero debo reconocer que, como a parte del público, según deduzco por los cuchicheos, sí que me veo sorprendido por Pablo. Quizás por la acústica del lugar, quizás porque el pequeño escenario les ha obligado a colocarle a la derecha y en primera línea de batalla, pero impresiona su talento a las baquetas. La potencia que es capaz de sacar con ellas y que golpea en el bajo vientre. Desmerecidísimo el verme sorprendido por ello, sin duda, pero no puedo evitarlo.
Al final cuando uno va a ver a un artista al que admira tanto se produce una situación de desigualdad con respecto a otros conciertos. Sólo puedes salir de allí maravillado, lo cual es a lo que has venido y lo que esperabas, o decepcionado. No hay lugar para la concesión de medallas, sólo para su revalidación. Es injusto una vez más, sin duda, pero tampoco puedo evitarlo.
El punto diferente de un directo tan íntimo (pese a que en su último directo en Garaje éramos aproximadamente los mismos, puede que incluso menos) es la interacción. Más cercana. Más personal. Ahora no tratas de adivinar si los artistas te miran a los ojos o no al hablar porque están a apenas unos metros y es algo notable. Se fuman un cigarrillo contigo en el descanso, como Pablo, o charlan contigo mientras toman algo en el mismo, como Alfonso.
Mención especial merece el chico joven de la primera fila que forma parte del show para bien y para mal, ganándose a ratos sonrisas cómplices y a ratos reproches, e incluso una reprimenda de Alfonso, que le advierte que «dos bromas sí, tres no«. Está a punto de caer la tercera, sin maldad, simplemente porque no puede controlar tener 20 años (aprox) e ir pasado, pero sus amigas le advierten de que iba enserio. Queda en anécdota y ha sido él el responsable de que adivinemos cuándo iba a ser el descanso antes del ‘bis’, antes del cual Pablo, tras haber fumado con los jóvenes en la puerta, nos sonríe cómplices al decir que ha aprendido a dominar la educación moderna, a no reprender al público si no a optar por el «¿quieres jugar, niño? pues juega«. No funciona, claro, y al final le reprende, pero eso es otra historia.
Al ser requerido para cantar ‘Limonov‘, rechaza tal requerimiento, pero no sólo se queda ahí, sino que nos explica que tiene sus razones para desechar ciertas canciones. Una vez más es por amor. Miro fugazmente a mi acompañante y una mirada y una sonrisa nos bastan para entendernos: no vamos a pedirle que toque ‘Por cada rayo que cae‘, sería redundante. Además, qué pijo, que toque lo que le venga en gana que es algo de derecho inherentemente propio de quien se sube a las tablas. Yo ya sé que me va a gustar. En cualquier caso nos canta una canción completamente nueva, así que tanto mejor. Los días nos tragan una vez más -o más bien lo siguen haciendo, como siempre- y tengo un nudo en la garganta cuando todo acaba.
Otra actuación soberbia por parte del trío que clausura así esta etapa musical, según afirma el propio Pablo, y quedamos a expensas de una nueva sorpresa. De más crucifijos de neón, manos anchas como Castilla y amigos que saben cuándo robarle la miel a una abeja.
Larga vida al nuevo rey Pelayo.
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