Hoy despierto y todo me queda de lejos: mi orgullo, mi vida…. Eso me recuerda a la noche anterior y a todas las ridículas palabras que soltaste en esa diarrea verbal que tanto insistí en provocar. De todas las frases que vomitaste, me viene a la cabeza sólo una; “La vida es larga”, me explicaste, ¿y qué más da?, ¿si tú eres preciosa y no despierto contigo al otro lado de la almohada? Pero bueno, te daré la razón; la vida es larga. El problema, cariño, es que yo tengo prisa por vivirla desde que me recuerdo con memoria. ¡¿Por qué no te diría eso mismo ayer?!
Fíjate, me siento capaz hasta de echarme cosas en cara. Va a ser cierto que me he alejado de mi presunta soberbia (característica de todo preciado periodista, todo hay que decirlo). Sigo reconociéndome durante un rato más que en lugar del celestial despertar que podrías ofrecerme con un polvo crepuscular- y sus correspondientes gemidos-, amanezco con el sonido de mi aciago, monótono y rutinario despertador, que retumba como un poseso encima de la mesilla. Después, una ducha, un café y un cigarro.
Cojo el coche y hago el recorrido casi de manera innata. Efectivamente, ¡habéis acertado!, me dirijo al mismo maldito trabajo de todas las mañanas. Voy a confesarme otra cosa: cuando dije que quería ser periodista me refería a que quería respirar la sociedad, tomarle el pulso y después escribirla. Lo cierto es que no deseé en ningún momento ser un oficinista encargado de ‘reelaborar’ todos esos sucesos sin importancia, que una panda de incompetentes redactores de agencia no sabe ni poner en orden. Pero nada, aquí sigo, sentado y observando impávidamente cómo mis músculos se atrofian y mi cerebro muere del hastío y tedio habitual.
Aún no sé por qué hoy me siento capaz de cantarme todas estas verdades a la cara, pero empiezo a sospechar que, aun sin ningún tipo de droga en el interior de mi cuerpo, estoy narcotizado y este ataque inhóspito de desconfianza en mí mismo me está dejando el cuerpo para pocas fiestas. Para tan pocas que cuando termino mis doce horas seguidas de jornada laboral me vuelvo a casa. No sé qué hacer allí, pero tampoco sé qué haría en ninguna otra parte, de modo que me meto debajo de la ducha y lloro un rato. Como cuando era niño, sólo que ahora mi madre no viene a consolarme y me siento más viejo y desolado.
Ha sido un día horrible más que añadir al calendario. Me fumo algo, y esta vez sí que le añado alguna de esas sustancias tóxicas que guardo en el primer cajón del armario del pasillo. Después me acuesto. Hasta otro día más sin ti.
Me suena el móvil a las tres y treinta y tres de la madrugada ¡Hostia!, ¿qué querrá Sánchez a estas horas? Descuelgo y me cuenta. Un tren ha descarrilado en la ruta Madrid-Murcia. Muertes hay sin duda, pero aún no se saben cuántas ¡Qué putada! Me meto en los vaqueros y la camisa del día anterior y me echo a la calle. ¡Que le den a mi jefe! Yo voy a ver lo que averiguo.
Antes de salir vuelvo a mirar el móvil. Quizás me ha mandado un Whatsapp mientras dormía y no me he enterado de que a pesar de su duro discurso de ayer ha pasado la noche desvelada pensando en mí. Pero nada, ni un triste “¿qué tal?”, y sigue teniendo la foto de perfil con el mamón de su novio, ¡menuda hipócrita!, ¡cómo si no se hubiera dado cuenta aún de que ese pobre infeliz nunca logrará darle la vida que desea!
El tren ha descarrilado a tan sólo un kilómetro de la estación del Carmen y yo vivo cerca de allí, pero aún no siento el jaleo que una hecatombe de esas dimensiones crea. Me da miedo empezar a palparlo porque la pura verdad es que aunque lleve ya unos años ejerciendo como redactor de sucesos, nunca he vivido nada que, ni de lejos, se le parezca a lo que estoy a punto de encontrar. Es extraño, porque al mismo tiempo sé que necesito ir, estar allí y ayudar. Aún no sé cómo ni cuánto podré hacerlo, pero la parte paladina de mí se empeña en afrontarlo y caminar a paso rápido para llegar cuanto antes. A los pocos minutos empiezo a encontrar el triste tumulto: hay mucha gente, y lo primero que respiro es el hedor del miedo. Ambulancias, policía, Guardia Civil, bomberos, periodistas,… Y gente, gente que llora, otra que se desmaya, otras en estado de shock, con rasguños por el cuerpo, otras heridas graves, gente en camillas, dos o tres cuerpos cubiertos en el suelo. Y así todo.
Aún no he entrado al meollo del accidente, sólo estoy viendo la cara buena del asunto y ya estoy impresionado y con unas ganas tremendas de echarme a llorar por la pena que me provocan las escenas. Sin embargo, de nuevo mi parte heroína vuelve al rescate, vence a la congoja y me empuja a seguir adelante, a buscar más dolor. Me encamino a ello y lo encuentro. Hay gente atrapada, trozos de cuerpos, sangre, mucha sangre. Me da una arcada cuando veo el cuerpo de un hombre mayor y gordo con la cabeza aplastada, y la que imagino que es su nieta tirada encima de él ahogándose en un mar de angustia y llanto desgarrador. Reprimo el vómito y me acerco a la niña, que no tendrá más de once años. La levanto del suelo y la abrazo.
-Todo pasa, cariño, vamos- Me siento ridículo diciéndole eso, de modo que decido no añadir nada más. La niña sigue llorando y yo la abrazo con fuerza, ¡como si en el abrazo de ese extraño fuera a sentir algo de consuelo aquella pobre criatura! Pero incluso así, la intento cuidar. Tropiezo con un par de médicos y les paso a la niña a sus brazos. Ellos asienten y la examinan rápidamente. Yo diría que tiene un ataque de ansiedad, pero la dejo en sus manos. Cuando me voy a dar la vuelta, la pequeña deja de llorar de golpe, como si hubiera apretado un interruptor. Me agarra la mano, me contempla fijamente, clavando en mí una mirada marrón CocaCola que jamás olvidaré, y me da las gracias. Es increíble que esté aún consciente para aplicar modales. O quizás no sea eso, y estuviera agradecida de verdad por algo tan simple como lo que acababa de hacer. ¿¡Qué importa ahora el por qué?! Le doy un beso en la frente y le susurro: “suerte”.
Me recompongo un poco y sigo adelante como puedo, respiro profundo volviendo a caminar. “Estoy aquí como periodista”, me convenzo a mí mismo, así que como tal empiezo a ejercer. Saco la cámara y hago fotos. Las manos me tiemblan y muchas de ellas salen movidas. Son horribles, y pienso en lo imponente que será tener que volver a verlas en mi ordenador, cuando llegue a casa y no quiera recordar nada de lo que estoy viendo en ese mismo momento. Justo entonces se me empiezan a saltar las lágrimas porque veo a una madre rencontrándose con sus dos hijos pequeños y gritando: “¡Papá!, ¡papá!”. El padre ha muerto, e instintivamente pienso en el mío y en que hace más de siete días que no hablo con él. No sé por qué los humanos hacemos eso, pero siempre pasa: vemos una ambulancia y nos fijamos en dónde está y hacía donde va para descartar que sea para uno de los nuestros, vemos un problema y nos lo llevamos a nuestro terreno, empatizando de una forma absoluta, absurda y terriblemente dolorosa. De modo que empiezo a pensar en que debería hablar más con él, y lo recuerdo jugando al fútbol conmigo con la admiración con la que lo pensaba cuando era un niño de tres años y creía que era el héroe invencible y sabelotodo.
Freno mis sentimientos terrenales y bajo del montón de arena en el que estaba subido fotografiando la escena, para llegar de nuevo al lugar de los hechos. Cerca hay un grupo de personas más calmadas. Saco la grabadora y hago algunas preguntas que me esclarecen poco del asunto.Cruzo después al otro lado, donde están intentando levantar una parte más del vagón volcado. Espero un rato observando y ayudando en memeces como dar agua o mantas que traen los de Cruz Roja para los menos afectados, y a los pocos minutos consiguen levantar el vagón. La escena es aún peor a las anteriores. Sigo ayudando más de lo que me creía capaz. Ya no soy periodista, ahora soy humano, estoy acobardado, pero el malestar de esas personas es mil veces peor que mis gemebundos miedos, de modo que sigo, y sigo y sigo.
Me pregunto entonces cómo estará la cabeza del tren y si habrá allí muchos heridos. Sin pensármelo más veces me encamino a ojear el ambiente, y llego justo a tiempo de ver cómo se llevan al maquinista esposado. Su mirada se cruza con la mía en uno de esos encuentros fortuitos, y no me preguntéis qué tenía dentro o cómo lo vi yo, pero supe de inmediato que aquel hombre no era el culpable de aquella puñetera calamidad y os aseguro que meses después no pararía hasta demostrar al mundo que así fue.
La noche pasa, amanece y poco a poco la catástrofe va “esclareciéndose” todo lo posible. Ya no queda casi ningún vagón por revisar, yo acompaño a un policía al que interrogo mientras hacemos un recorrido por los vagones en el que esperamos no encontrar a nadie más. Casi hemos terminado cuando advertimos un pequeño sonido metálico. Nos separamos, buscando de dónde podía venir, pero no encontramos nada más. Siento entonces más temor y culpa que nunca. Aún no sé si aquel ruido lo imaginamos, o lo provocó cualquier tonto objeto inanimado y sin vida chocando contra otro, pero la idea de que pudiera ser una persona en busca de auxilio aún recae sobre mi conciencia con pesada lobreguez.
Después de aquello me marcho a casa, me doy una ducha, sin pensar en nada, y me tomo un par de tranquilizantes porque no puedo dejar de temblar. Cojo el teléfono y marco el número de mi jefe para decirle que yo me encargaré de cubrir el accidente. Le echo narices y no le doy opción a negarse. Soy consciente de que ni mi decisión ni mi manera de imponérsela le parece bien. Él tenía preferencias para un tema tan importante como iba a ser aquel, pero mis muchos años de servicios para el medio y la calidad de unos trabajos pulcros, le impiden el negarse. Después hablo con Sánchez para darle las gracias. Cuando cuelgo, la llamo a ella…
-No tenías razón. La vida no es siempre larga.
Ella, sin embargo, sigue sin entenderlo. A la mañana siguiente, despierto sabiendo que la vida no es siempre larga y que, a pesar de todo, ella no me va a parecer siempre preciosa.
No Comments