Capítulo 1: “Siempre hay una historia que contar”
A Carles Esquembre le acompaña parte de su familia en la presentación de su cómic “Lorca: un poeta en Nueva York”. Una vez sentado en la sala de exposiciones de la Fnac, mi mente divaga sobre un apoyo familiar incondicional ante un trabajo que exige buena parte de una vida: crear un cómic. Lo sé porque lo siento en mis carnes y porque sé perfectamente que sin aquel dulce apoyo rubio, todo se derrumbaría sin ni siquiera haber empezado. Pero aquí estoy, haciendo un cómic y sufriendo muchísimo mientras disfruto del proceso. Así que Carles me recuerda un poco a mí. Más bien a quien quiero ser. Me llama la atención que sea tan joven. También su aspecto, un poco anti-académico. Su sentido del humor le permite compensar esa vergüenza que no puede evitar sentir al hablar en público. Es leve, pero está ahí. Necesito comprender una cosa.
Me levanto y me acerco a su mesa.
– Perdona, Carles. Me llamo Ángel y escribo en C´mon Murcia! Me gustaría saber si seré capaz de comprender este cómic tuyo. Ten en cuenta que no sé nada sobre Lorca.
– ¡Gracias por venir, Ángel! Toma –me dice Esquembre, mientras me mete una nota en el bolsillo de mi camisa sin bolsillos (es una camiseta).
Me alejo prudencialmente para crear un halo de misterio y leo la nota arrugada, que reza así:
“Nos vemos en el embarcadero del barrio de La Fama a las diez de la noche de hoy. No te retrases”
Capítulo 2. “El Lorca de antes y el de después”
Camino por la acera, paralelo a una familia que pasa el tiempo en la calle, huyendo del sofoco de su casa. Dos niños juegan a ser coches, el padre se rasca el ombligo con suavidad inusitada, y la madre abre pipas con los dientes a una velocidad de Guinness. Al torcer la esquina, encuentro el muelle, donde ya hay varios barcos pesqueros atracados. En el final de uno de esos caminos de madera que se adentran en el mar, tan típicos de las películas románticas, me espera Carles sentado de espaldas en el centro de la luna.
–Hola de nuevo.
–Hola, siéntate –Carles no se gira para saludar, y eso es como muy guay.
–Escucha, que lo mismo y estas movidas son normales en otros sitios, pero aquí en La Fama queda como raro. Y ya venía un poco rayado porque no sabía que aquí había mar y…
–Por ahí viene nuestro barco –Me interrumpe.
Era un ferry a vapor. Con su rueda de madera gigante que cargaba y descargaba agua y que hipnotizaba un poco.
–¿Qué sabes de Federico García Lorca? –me pregunta Carles.
–¿Eh? ¡Ah, sí! Pues nada, en realidad. Que su obra tiene mucha relación con la mu…
–Le gustaba inventarse historias –me dice Carles– o más bien, convertir sus vivencias en historias. Cosas imposibles. Cosas que a través de los ojos de otra persona, no significarían nada.
Me quedo extrañado, mirando a Esquembre que, a la vez mira al ferry, a punto de atracar. Me duele el cuello de tanto tener la cabeza torcida y está claro que este tío no va a dejar el rollo este de tío misterioso guay, así que yo también miro hacia el ferry. Se me ocurre algo que pienso en voz alta:
–O sea, que no le gustaba esta realidad y creaba otra.
–La escribía, sí –dice el dibujante– vamos, el ferry está aquí.
Nos subimos a las escaleras desplegadas del ferry mientras miro hacia atrás y veo a los niños de antes jugando a ser coches. Se me ocurre que puede que haya mucho en común entre un niño y un poeta.
–Exacto –Esquembres me saca de mi estupor, de repente– así es. Lorca siempre fue muy infantil.
–¿Qué…? ¿Cómo sabes…?
–¡Hemos llegado a Nueva York! –empezaba a cansarme de esas interrupciones.
–¿Qué? ¡Pero si acabamos de salir de La Fama!
Nos bajamos del barco, justo detrás de un hombre bajito y moreno, que jugaba con niño de rostro húngaro que, no sé por qué, me llamó la atención.
Capítulo 3. “El monstruo de hormigón y cristales rotos”
A Lorca no le sentó demasiado bien Nueva York. Al contrario de lo que uno pudiera pensar de «La Gran Manzana«, pasar de un país tan cálido y humilde pero destrozado, a otro frío, gigante y hambriento, fue demasiado para él. O al menos, eso me cuenta Esquembres, camino al parque de atracciones “Luna”.
–Ver todo lo bueno con tanta intensidad tiene sus cosas malas, ¿sabes? –me comenta Carles.
–Que también ves todo lo malo.
–Exacto, pero con la misma intensidad –prosigue– y Federico era muy de ver las cosas malas.
Empiezo a comprender a Lorca un poquito y la verdad es que me resulta apasionante. Eso, supongo, es algo que habla muy bien del cómic de Carles.
Llegamos a la atracción clave: “A trip to the moon”. Es una atracción que habla sobre el cine y su creación. En el cómic, Lorca recuerda a Salvador (supongo que Dalí), y a Luis (supongo que Buñuel), y una película llamada “Un perro andaluz” que, presupone con su excesivo ego, es una referencia directa hacia él. O eso me cuenta Carles.
–Un poco neurótico, ¿no? –le pregunto a Esquembre en la cola de la atracción.
–Un poco bastante, de hecho. El pobre no tuvo una vida fácil.
–Ya, entiendo, por eso se hizo escritor –deduje.
–Cada vez que Lorca experimentaba algo nuevo, necesitaba plasmarlo en letras.
Entramos a la atracción, mezcla de teatro y mecánica. La luna de arriba aún no tiene ningún cohete clavado en el ojo.
Capítulo 4: epílogo
Hemos regresado a La Fama. El viaje de vuelta ha sido un poco más largo: doce minutazos. No está mal. A la vuelta, el mismo hombre y el mismo niño húngaro que a la ida. El hombre parecía, eso sí, más triste pero más inspirado. Asustado, pero emocionado. Algo así como el que vive una aventura agridulce. O algo así como el que se inventa en su cabeza una aventura agridulce sobre una vivencia normal. O una mezcla de ambas.
–Lorca volvió a casa totalmente inspirado, listo para terminar un nuevo libro. –Me comenta Esquembre.
–¿»Poeta en Nueva York»?
–Ese mismo –prosiguió– que escribió en Nueva York, al huir de su angustia amorosa.
–No me digas que todo esto es por desamor…
–¿Qué no es por desamor, mi querido Ángel?
Vale, creo que esa última frase ya fue un poco pasarse de la raya. Primero porque ya estábamos en La Fama y allí, por poco menos que esa puta frase tan pedante, te podrían acuchillar. Segundo, porque no creo que eso sea ci… ¿A quién quiero engañar? Es verdad, coño. Todo es por amor, o por desamor. O por ambas cosas o por ninguna al mismo tiempo.
–Bueno, te voy a ir dejando ya. –Carles parecía inquieto y con prisa.
–Antes, ¿te puedo hacer una pregunta? –le dije a Esquembre, nervioso.
–Claro, dispara.
–¿Es difícil publicar un cómic?
Esquembres volvió a mirar a la luna y me dio la espalda y entonces un viento que no sabía de donde venía le removió la melena y entonces giró un poco la cara y pude ver cómo le brillaba el ojo.
– Escribir cambia tu vida y tienes que ser valiente y aceptarlo. Que tu vida ya no es solamente tuya.
Y entonces apareció una bomba de humo y desapareció volando.
Y me quedé allí, en el embarcadero de La Fama, pensando en lo complicado que es vivir una vida que te asusta. No sé si sabéis que Lorca entregó a su editor “Poeta en Nueva York” y que un mes después, murió en Granada. Yo sí lo sé, lo he aprendido leyendo un cómic. Al final resultó tener razón sobre este mundo. Empiezo a pensar, pero no lo sé con certeza porque aún no he leído su obra, que lo que Lorca solía inventar no era ninguna mentira, era una realidad más cierta que la real. Joder, maldito Carles Esquembre y su rollo misterioso y guay. Ahora no puedo dejar de pensar en adentrarme en la obra de Federico García Lorca.
En fin… yo también os dejo. Me largo de aquí en el siguiente ferry, que sale a las once y media en el puerto de La Merced.
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