No eran como su padre ni como sus hermanos. Eran más fuertes, su estirpe mucho más legendaria y su lengua, penetrante, imposible de entender. Tampoco eran de Murcia, por supuesto, pero desde que tenía memoria pertenecían al paisaje que recorría cada mañana de camino a su centro escolar situado a la orilla del efervescente Thader Flumen.
El río empapaba de humedad el aire y la hacía sudar, encorsetada en su uniforme. Siguiendo el consejo de sus compañeras, decidió que no llegaría a clase antes de las doce. Atravesó el Jardín Botánico y bajó el Malecón por la rampa cuya baranda ( también negra) casi le quema los dedos por el calor. Cruzó la calle sin mirar y tras un instante de duda entró por fin en el aparcamiento situado justo al lado de la autovía.
Mientras se perdía por el laberinto de vehículos Angélica no sabía que estaba a punto de continuar una tradición (prohibida, olvidada) que se remontaba a los tiempos primarios en los que Murcia era conocida por una huerta imperial. Por aquel entonces, en aquellas mágicas pedanías la relación del ser humano con lo que daba la tierra era considerada un privilegio al alcance de paladares exquisitos.
Habría que mirar atrás, hasta el programa que dirigía el actual director de La Razón y se emitía en la 2 de Televisión Española (ahí están los archivos públicos para el que crea que estoy mintiendo) para encontrar uno de los pocos (sino el único) documento sobre esta relación. En dicho plató acudieron en su día hombre y mujeres de diversas regiones con sus respectivas parejas cogidas en brazos: un melón, una cabra, una gallina, una figurita de Lladró.
Por desgracia, la incultura y la sin razón de una sociedad hipócrita hicieron que estos re-descubrimientos cayeran en el olvido, aunque claro, está, no desaparecieron, sino que mutaron, adaptándose al nuevo paisaje murciano. El paisaje de los negros del Malecón, para ser más precisos.
No diremos aquí los precios necesarios (¿sabemos acaso lo que la tripulación de Cristóbal Colón les dio a los aborígenes a cambio de…?) Como tantas otras estudiantes deseosas de conocer el cuerpo masculino (¡y qué mejor que aquellos!, argumentarían en el patio días después), Angélica cerró los ojos. Hubo un momento en el que apretó tanto los párpados que creyó que los ojos se le metieran para dentro, pero de nuevo se equivocaba. El espécimen de la tribu (ancestral, olvidada, denigrada) se portó mejor de lo que ella esperaba. De hecho, cuando abrió los ojos ya se había ido.
Angélica llegó a tiempo para su clase de Ciudadanía. Llegó contenta: había contribuido a continuar la tradición.
Lástima que tuviera que pedir a sus padres otro IPhone por Navidad.
Jose Manuel Sala Díaz
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