Ni siquiera los directivos más optimistas de la compañía del ratón eran capaces de imaginar, allá por el lejano 2003, que un divertimento de parque de atracciones podría vivir un exitoso traslado al audiovisual convirtiéndose en una maquinaria perfectamente engrasada de hacer billetes y abordar taquillas de todo el mundo. Los más eruditos en la materia ya sabrán que me estoy refiriendo a Piratas del Caribe; la buena, la primera, la del Jack Sparrow irónico, desvergonzado y moralmente cuestionable, la de La maldición de la Perla Negra. En un momento en el que el género de aventuras se encontraba revitalizado, gracias a la labor de Stephen Sommers y su astucia para rescatar las claves del género mirándose en el espejo de Indiana Jones y el cine de Howard Hawks para embalsamar a su momia, los bucaneros de la Disney desembarcaron en las salas con gran parte del camino allanado.
En la primera Piratas del Caribe todo era fresco y rezumaba originalidad, resucitando la piratería y las aventuras marítimas para una nueva generación. Lejos de la solemnidad imperante en otras producciones del género, el film de Gore Verbinski seguía la estela de La Momia, ofreciendo una película de aventuras que no se tomaba en serio a sí misma, que derivaba hacia lo camp sabiendo congeniar a la perfección los toques de humor y autoparodia con el terror familiar. Johnny Depp encarnaba a un antihéroe deslenguado, alcohólico y con un marcado carácter cartoonesco pero tremendamente resolutivo, que funcionaba a la perfección en las escenas de acción y en esa guerra de sexos permanente en clave de screwball comedy que mantenía con Elizabeth Swann, el personaje interpretado por Keira Knightley.
Una de las razones de por qué Piratas del Caribe: La venganza de Salazar es mejor que la cuarta entrega es precisamente por ese empeño en recuperar la esencia de la original. La primera mitad de la película es prácticamente un remake que intenta aportar a la saga el necesario relevo generacional a través de los personajes de Carina Smyth (Kaya Scodelario) y de Henry Turner (Brenton Thwaites). El problema es que aunque la presentación de ambos personajes es efectiva e interesante (el guion debería haber puesto mayor atención en Henry Turner y la búsqueda y liberación de su padre), sus arcos dramáticos y personalidad recuerdan en demasía a los de Elizabeth Swann y Will Turner. Mientras que en las tres primeras aventuras existía un reparto coral y una clara apuesta por dosificar los minutos en pantalla con la intención de otorgar una entidad propia a cada personaje, con el paso del tiempo Jack Sparrow ha acabado por fagocitar al resto de tripulantes cayendo en la sobreexplotación y la excesiva caricatura (una situación parecida a la que está viviendo Tony Stark en el bando marvelita). Por muy fuerte que brille una estrella deben de ser conscientes de que existe un vasto universo que puede ser explorado, y quizás un cambio de aires para descubrir otras posibilidades narrativas con otro reparto sea lo que necesite este navío errante, como han hecho con Animales fantásticos y dónde encontrarlos o Alien: Covenant, demostrando que hay vida más allá del niño mago y la teniente Ripley.
Uno de los puntos de interés de la película residía en ver a Javier Bardem interpretando al Capitán Salazar, sobre todo tras especializarse en encarnar a villanos psicológicamente complejos y de halo trágico. Bardem hace lo que puede, sobre todo a nivel vocal, con un personaje que no acaba de decidirse por lo tenebroso o por la perversa inteligencia de establecer un juego macabro con tintes de humor negro, como ocurre en su cara a cara con Barbossa. Esas limitaciones del personaje se acrecientan con el uso del CGI, que convierte a Salazar en poco más que un dibujo animado que solo respira en el breve flashback donde se explica el origen de su odio por Sparrow. Esa es la película que queríamos ver: un Bardem imponente, sin maquillaje ni adornos digitales, y un Jack rejuvenecido que recupera parte de la fuerza, gracia y determinación de anteriores epopeyas. Si algo le debemos reprochar a las peripecias marítimas de Sparrow es su apuesta por dejar que los efectos especiales anulen la inventiva y el desarrollo natural de la historia, lo que se observa claramente en el funcionamiento de ambas partes del filme. En su primera parte presenta una secuencia que combina la acción física y los efectos especiales artesanales para dar lugar a un atraco que habrían llevado a cabo Toretto y compañía en Fast 5 si hubieran estado hasta arriba de psicotrópicos; en la segunda, la originalidad de las escenas de acción y la aventura desaparecen para buscar soluciones de guion basadas en la espectacularidad de los efectos visuales, como ocurre en la anodina búsqueda del Tridente, el clímax de la película o en el uso del barco de Salazar, que se abre en canal para devorar otros barcos en vez de apostar por la planificación y puesta en escena de un abordaje tradicional.
Ser entretenida y visualmente espectacular no son adjetivos suficientes para una saga que comenzó su travesía surcando los mares con admirable firmeza. La ley marítima dicta que el capitán debe ser el último en abandonar el barco, y a pesar de que el viento hace tiempo que dejó de soplar a su favor, Sparrow sigue empeñado en mantenerse en pie sobra la quilla mientras que el público, soberano, acuda al rescate.
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