No paro de repetirlo: “Ángel, eres extremadamente hiponcondriaco y no deberías ver películas sobre cáncer”. Pero siempre acabo cayendo irremediablemente en la tentación. ¿En la tentación? Sí, es una tentación, por tremebundo que suene, la tentanción de saciar la curiosidad que me suscita esta enfermedad a base de lo único que puede saciarla un poco: el cine. Cine dramático con tintes de comedia, de comedia con tintes dramáticos y de tragedias con tintes trágicos.
No puedo evitarlo, y cuando pillo de casualidad “Bajo la misma estrella”, veo la angelical cara de Shailene Woodley y leo en la sipnosis “Hazel tiene dieciséis años, está enferma de cáncer…”, cancelo los planes que tenía ese sábado por la noche (que tampoco penséis que eran muy interesantes), y desconecto el móvil para dejarme llevar a los lugares de mi mente más peligrosos, pañuelo en mano siempre listo por lo que pueda pasar.
Pasa lo que pasa siempre, que comienzo a reflexionar sobre qué es tener cáncer. Pero esta vez lo enfoco de una manera distinta: el amor. Cuando los dos protagonistas se miran con sus ojos moribundos, es cuando me doy cuenta de que es muy similar al amor que tienen dos ancianos. Y logrando extrapolar a la realidad, sin música, sin diálogos escritos, me acojono cuando pienso que esto es más que ficción, y que en la realidad está ocurriendo. Seguramente ahora mismo, seguramente muy cerca de ti.
“No es justo”, le dice la terminal al terminal. No es justo. No es justo y añadiré más: es una puta mierda, un sinsentido. Pensadlo bien, dos personas que pueden morir en cualquier momento lo dan todo el uno por el otro y valoran el amor como el mayor tesoro que existe. Pero claro, este amor existe porque tienen cáncer, y si bien no puedo asegurar que no hubiese existido sin él, sí que puedo decir con total seguridad que no hubiese sido ni la mitad de intenso, ni la mitad de puro.
Nosotros, que no lo tenemos, necesitamos que los planetas se alineen con el sol para acabar aceptando que queremos a una persona sin remedio. Y aun alineándose, en cualquier momento salimos corriendo vete a tú a saber dónde y vete tú a saber por qué. Al final llegamos a la conclusión de que no somos capaces de enamorarnos de verdad si no es cuando vemos claro que nuestra vida tiene un límite real. Lo sabemos, lo presentimos, pero no somos conscientes de que hoy somos jóvenes y mañana cadáveres.
“Bajo la misma estrella” no es ningún peliculón, ni falta que le hace. Pero uno, apasionado de las historias de amor juvenil, y hasta los cojones de jóvenes vampiros, hombres lobo, participantes de concursos mortales, Jumpers y otras subnormalidades varias, se alegra por fin de dar con una historia sincera de dos jóvenes que encontraron su pequeño infinito justo cuando encontraron su propio finito. Que con ellos morirá lo que sienten, como debe ser, como cualquier vida que haya merecido la pena ser vivida.
No soy matemática, pero sí sé esto. Algunos infinitos son simplemente más grandes que otros, yo quiero más números de los que podré obtener. Quiero más días para Augusto Waters de los que obtuvo, pero Gus, no sabes cómo te agradezco nuestro pequeño infinito. Me has dado una eternidad en unos días contados, y por eso te estoy eternamente agradecida. Te quiero muchísimo.
Sé lo que estáis pensando muchos de vosotros. “Solamente es una película”. Estáis extremadamente equivocados, la vida real es aún más emocionante, y con menos florituras. Y si no lo creéis, tenéis que conocer esta historia: un hombre que fotografió a su mujer desde el diagnóstico hasta el día en el que la enfermedad ganó la batalla, que quiso mostrar la belleza que él veía a través de sus ojos, con o sin pelo, con o sin vida.
¿No os da vergüenza entonces vivir de la manera que lo hacéis? A mí mucha, pensar que esas personas son capaces de valorar un día de su vida mucho mejor que los 9490 que llevo vividos hasta ahora. No tenemos la culpa de ser así, lo sé, pero una cosa no quita la otra y somos un pelín gilipollas, con perdón.
No puedo sino sentirme en deuda con todas las personas que sufren con esto, en deuda porque ellos han acatado un papel que podría corresponderme a mí, o a ti, o a la chica que tienes al lado y que tanto quieres. Por tanto, entrego estas líneas a eso, a un amor real. Y pido a los escépticos que no las hagan suyas porque, solo esta vez, no son suyas y por tanto mías tampoco. Son vuestras, fugaces, auténticos, moribundos y, sin embargo, eternos enamorados.
P.D. para mí mismo: “Ángel (con tilde en la “A.”), no vuelvas a escribir sobre cáncer en tu puta vida”. Por una vez, creo que debería hacerme caso.
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