No lo había pensado, lo admito. Me encanta cuando me pasa esto de ir al cine, sentarme en la butaca y que un personaje animado para niños me revele algo que ningún adulto de carne y hueso me había revelado. «Buscando a Dory» me ha enseñado que hay muchas formas de recordar. Y yo me pregunto si uno puede enamorarse de una persona, en parte, por su peculiar forma de recordar.
Yo: Mi primer amor no fue, como le suelo decir a todo el mundo, el primero que besé. El primer amor que tuve no llegó a besarme. Lo que sí recuerdo a fuego, es la tarde que la hice rabiar tantísimo que se fue corriendo a casa. Al cruzar, un coche pasó a mucha más velocidad de la que debiera, arrollándola con fuerza y formando un gran reguero de sangre. La recuerdo correr, la sangre digo, roja, intensa y clara. Recuerdo cómo me quedé paralizado y recuerdo como mi madre me cogió, me tapó los ojos y me encerró en casa.
Ella: Cerca del tontódromo hay una pizzería. En frente de la pizzería, hay una cafet ería. Al entrar en esta, a la derecha, hay un banco. En el banco, hay dos personas. Una está contando una historia de su infancia. La otra escucha atenta. Habla de un cuento de fresa que le escribió su abuela, de lo bonito de su niñez, de lo imborrable de su recuerdo. Agrada escucharla, encanta escucharla, entristece escucharla.
Dory: Abraza sus recuerdos con toda la fuerza de sus aletas. Cuando vienen, que no suelen venir mucho, es sumamente feliz. No vive en el pasado, sin embargo, aunque tampoco quiere vivir sin él. Y se esfuerza para que no se escapen porque, pensándolo bien, lo que haya ocurrido realmente en el pasado importa poco o nada: Si no lo recuerdas nunca pasó, y si lo recuerdas de otra forma, de otra forma ocurrió.
Ella: Cerca del banco de la cafetería que hay en frente de la pizzería que hay en frente del tontódromo, hay una estantería con libros. Las dos personas del banco no eligieron la cafetería por ninguna razón en particular, pero la casualidad hizo que su banco estuviese rodeado de libros. Me gusta la vida, cuando te reta a creer que las casualidades no existen. La luz tenue de colores verdosos mantienen la penumbra mientras alguien cuenta, desde el banco, cómo disfrutaba comiendo limones. Agrada verla recordar, enamora verla recordar, entristece verla recordar.
Yo: Al volver del cine le he preguntado a mi madre sobre el accidente de Arancha. Ella se llamaba Arancha, por cierto, y era mi vecina. “Arancha salió corriendo y la atropellaron, sí. Tú llorabas sin parar al verlo. Quisiste ir a por ella pero yo no te dejé.” Yo no recordaba haber querida o ir a por Arancha. En mi recuerdo, yo me quedaba en la acera paralizado sin poder gesticular siquiera. Sin embargo, según mi madre, me enzarcé con ella para zafarme de sus brazos y poder asistir a la primera chica que me gustó realmente. Han cambiado mis recuerdos y, por tanto, han cambiado los hechos.
Dory: Podemos pensar que Dory no recuerda, o podemos pensar que Dory recuerda a su manera. A su maravillosa manera. Todo lo que es Dory, todo lo que puede hacer (puede hacer cosas increíbles), es gracias a eso, a su forma de recordar. Vive tan, tan en el presente, que no tiene miedo de nada. Y si llegase a tenerle miedo a algo, no tendría miedo mucho tiempo. Dos minutos más o menos, y el miedo se diluiría en el agua.
Ella: “Nunca había compartido esto con nadie”. Se refiere a su cuento de fresa. Se pregunta su acompañante entonces, si existe algo más íntimo que los recuerdos ocultos. Sus recuerdos son felices y generan sonrisas. Su optimismo embriagador. Conforme narra todas sus pericias, muchas sobre mascotas que murieron de formas horribles, uno se daba cuenta de que si ella sonríe tanto tampoco es por ninguna casualidad. Ya debía hacerlo entonces. Y nunca debió dejar de hacerlo. Y sólo así se explica uno como el otro puede hacerlo, y hacerlo, y hacerlo.
Yo: Pasaron unos años tras el accidente. Tardó un tiempo en recuperarse pero Arancha continuó su vida sin normalidad y sin ninguna secuela importante. Como cada verano, ambos nos reunimos en el pequeño parque de la esquina. Aquell se ve que me encontraba yo absurdamente valiente, pero la veía tan, tan jodidamente guapa, que me lancé al vacío sin paracaídas. La hostia fue brutal. De morros. Mortal. Me dijo que lo sentía pero que solo me veía como un amigo, y me hundió. Y no volvimos a quedar. Y dejamos de ser amigos. Y no recuerdo más, ni si fue por mí, ni si fue por ella.
Ella: En la cafetería se ha hecho muy tarde. Acababa de contarle a su acompañante que la historia de su primer amor era muy diferente a la historia de su primer amor. No era una historia feliz, todo hay que decirlo, pero supongo que la diferencia radica en quién recuerda el recuerdo. Y mientras su recuerdo sonaba a algo digno de recordar, el de Arancha dolía recordarlo. Queda tiempo para un último recuerdo antes de que la cafetería cierre sus puertas. El recuerdo del que hablo es el que generaron con el choque de lenguas en ese momento. Allá era presente, claro, pero ahora es un húmedo recuerdo.
Dory: ¿Qué haría ella si hubiese vivido lo que yo viví con Arancha? Dory no habría titubeado y se habría sincerado con ella: “me gustas Arancha”. Ella habría respondido con su negativa, claro, pero da igual. Dory habría respondido a la negativa con un “¡hola, Arancha! ¿Qué haces aquí?”.
En mi pasado, la cafetería ha cerrado y cada uno ha tomado su camino. En nuestro presente, salimos del cine en un momento complicado de nuestra vida. Y antes de despedirnos decidimos que lo mejor va a ser vivir en el presente, por asqueroso que sea, y hacerle caso a Dory siempre. SIEMPRE.
Sigamos nadando, sigamos nadando. Sigamos nadando, nadando, nadando.
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