Llevo años buscando una gran hoguera en Murcia en la noche de San Juan. Casi todos acabé con una lata de cerveza caliente volviendo a casa pensando: “Claro, esta tradición no es de aquí” Voy buscando la rueda que ruede flamígera cuesta abajo. Estamos lejos del mar de las creencias, lejos del arrullo místico, sin embargo entre los naranjos chisporrotean ascuas. El hombre, primitivo y actual, camina inducido por el humo de la zarza a encontrarse con el protector pasivo que tanto vigor escribió en nuestro ADN.
He saltado muchas hogueras: en Alicante junto a los nanos, en la Fica junto a inmigrantes, en la huerta junto a huertanos, en la calle junto a gitanos, pero siempre acaba mi cerveza caliente. Esta vez fue distinto, nos dieron limonada fresca hecha con limones. En la huerta el canto es diferente y bajo la luna todos los pájaros aúllan. Tocaba Bosco, cerca de sus orígenes y lo acompañaba Raúl Frutos camino de la muerte. Litha encendió las hogueras y se suplicó a la vida, que en la naturaleza también es muerte. Dos amantes tenaces obligados a entenderse, pues sin el negro el blanco carece de sentido. Empezaba Bosco con sus canciones tan reconocidas como exultantes. El abominable sonido del equipo importa menos cuando tocan/recitan/cantan canciones de la talla de Little Girl Lost. Las brujas, otro día muertas en las llamas de los altares y las bajas creencias, son reconocidas junto al Diablo de Raúl Frutos que cruza y te mira a la cara. Lo que podría resultar esperpéntico, como es un soplo de vida antepuesto a los guturales de las pieles exangües, cala en la audiencia que ya no sabe a qué agarrarse para seguir latiendo.
El ambiente recreativo que ha logrado Los Pájaros Ateneo con sus cervezas de la tierra y su trato humano solo puede enclavarse en lo que somos: huertanos redescubriendo sus raíces. La autenticidad se ve en las personas que marcharon y quieren volver, y en las que aún sin haber marchado desconocen la vida más allá del asfalto. Los niños bailan al ritmo de la música, las mujeres preparadas también lo hacen, pero yo no puedo esconder la vista de la germana. Hay una murciana convertida a germana que lleva la huerta en la sangre y en la que solo soy capaz de reconocer la tierra oyendo sus gritos y admirando su mirada. Suena Children Of The Island y pega un salto hacia el suelo para bailar. Evito decirlo, pero finalmente arremeto contra ella espetándole que baila como una germana. Imperiosa, se gira, lanza su bolso contra una silla y me obliga a bailar. Lucho por mover las piernas y las facciones de mi cara que solo arguyen una derrota clara: “Nunca insultes a una huertana”. Su bravura me despedaza, obnubila mis sentidos, y absorto me devuelvo a los músicos que improvisan sobre bases psicodélicas y progresivas; el sonido es tan malo que la música dobla su apuesta y rompe con los estetas, siendo yo uno de ellos. Bosco está demostrando lo que en su día dije: que solo es puro cuando toca a ras del suelo. Raúl Frutos me confirma que solamente un músico de su talla se integraría tan mayestáticamente en un concierto de partners.
La germana, recién arrancada del bancal, admira lo que su tierra en la lejanía le ofrece. Es la mirada del deseo, del arraigo, del sentío que solo los que vuelven entienden y los que estamos, en sus bailes y sus gestos, añoramos sentir, encendidos por las llamas de una noche que expira su larga luz. La cerveza está fría, he encontrado la hoguera, aquí, en la huerta, junto al fuego, junto al árbol, junto a la mujer que da la vida.
Fotografías de Diego Montana y Javier Arnedo
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