Cantando el dolor se dulcifica
Petrarca
¿”Lo bueno, si breve, dos veces bueno”? Baltasar Gracián lo tenía todo pensado, antepensado, manipulado y redicho, pero ¿cierto? Tal vez. Quizás. Puede que. Sí, vaya. Al fin y al cabo, uno se acerca a Bonsái (2006), opera prima de un autor chileno no muy conocido ni demasiado desconocido –Alejandro Zambra (1975), sin intención de hacer acopio de semblanzas biográficas– con el fin de asomarse a las rendijas de un destino ¿lector? saboteado en anticipo por la aciaga y ácida amargura que comparten todos los finales. Su inicio, apertura proléptica plagada de referencias intertextuales implícitas, impide te marches con la mejor de las advertencias:
Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura.
Esta obra diminuta, concisa, lacónica, leída en el instante de un soplo de viento o del calor de un café con leche sin lactosa, es, siendo cuantitativamente francos, la historia de dos estudiantes aficionados a la verdad, a dispersar frases que parecen verdaderas, a fumar cigarros eternos, y a encerrarse en la violenta complacencia de los que se creen mejores, más puros que el resto, que ese grupo inmenso y despreciable que se llama el resto. En paradójico equilibrio con la totalidad del texto, Julio y Emilia se conocen a partir de una mentira literaria: haber leído la obra maestra de Marcel Proust. Proust, por esto y mucho más, será eje y unión de su intimidad erótica, demora y memoria y recuerdo. Una historia de amor donde ambos sabían que, como se dice, el final ya estaba escrito, el final de ellos, de los jóvenes tristes que leen novelas juntos, pese al esmerado esfuerzo en el cuidado del bonsái por parte de Julio como arte que sortea la muerte. De nuevo, y como a lo largo y ancho de sus páginas, se confunden y abolen las barreras entre ficción y realidad. Entre metaficción y artificio en progreso. Progreso casi resuelto a los postres.
Acude el atrevido lector al fluir del pensamiento del autor real y del narrador implicado: queda desvelado y alumbrado el proceso de cocción, el secreto escrutinio que nos concede al asomarnos, voyeurs consentidos, a la composición como contemplación serena, émula del cultivo del bonsái –alusión, a su vez, de un relatito de Macedonio Fernández, “Tantalia”-, pues cuidar un bonsái es como escribir, piensa Julio. Escribir es como cuidar un bonsái, piensa Julio. Nos adentramos, en suma, al making-of de la creación per se hacia adentro y hacia afuera. El narrador es un meganarrador, casi mímesis de una cámara cinematográfica, que derruye las barreras del arte.
Zambra nos asombra porque exalta una sentimentalidad, la del lado de allá; la sentimentalidad de la juventud encontrada por perdida o la soledad olímpica del saberse hombre con la paciencia, humilde, tallada en dolor dulcificado y arbóreo. Realizamos un viaje de la mano de Julio (mise en abyme a la manera de Los monederos falsos de André Gide) simultáneo a la alegoría de la plantita, como intervención del hombre-dios-creador en la naturaleza informe asilvestrada. Zambra nos reúne para acechar al hombre extraviado en su premura por narrar, vivirse (morirse quisiera por amor a ella) y soñar poco, todo empozado y lleno de una asumida porción de la Biblioteca de Babel, de unas cuantas lecturas antes del sexo. El hombre aquí, versión en prosa que cuida, con esnobismo, el tiempo, casi siempre esquizofrénico y caótico, liberado de la linealidad, nos remite a una gramática de la duda, de la hipótesis, del acallar y corregir en el momento de lo dicho, concediéndonos el laberíntico devenir de la elección a que todo humano se condena: optar por una vida posible de los muchos senderos que se bifurcan (pienso en Mr Nobody): Quiero terminar la historia de Julio, pero la historia de Julio no termina, ése es el problema. La historia de Julio no termina, o bien termina así: […].
El resto, cómo no, es literatura.
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