Es Margott. Una viuda negra, una viuda rubia. Es Margott. Dicen que la repetición te hace estúpido. Pero es que es Margott. Concierto tras concierto, de casual previsibilidad acaba por no serlo. Cada concierto es igual de entrañable que el anterior. El aura de esta artista rezuma tanto que ni el almizcle excita. Su planta al escenario no intimida, te encandila, enmudece a la audiencia que afronta su mala educación (la del público) como un ejercicio de contradicción, pues Margott Vaum los anula y los condena a ser por un instante los más educados oyentes.
Es Margott. Una viuda negra, una viuda rubia. Es Margott. Y aunque sea previsible yo no puedo negar su talla. Su guitarra, tan llana, te agrieta el alma. Y si te la rompe no puedes menos que esperar a que termine el concierto para vengarte de ella. Margott clama al drama y al desastre en una figuración tan refinada que, si te despistas, crees que solo habla de amor. Margott es elegante en sus figuras, en sus metáforas, en sus rimas, en sus gestos, en sus quiebros de voz temerosos. Lo repetiré. Margott Vaum es Margott Vaum y no hay mayor éxito que dar nombre al artista que eres.
El 25 de diciembre volvió a hacer su particular concierto de navidad: «sin establos ni vírgenes ni niños jesuses», ni más felicidad que la de estar reunidos. Familia, amigos y desconocidos. Esa es la audiencia de la noche en que Brian, Newton y Jesús de Nazaret nacieron. Andrea Robles es quien creó a este personaje y sus frustraciones. Un personaje que aprende en sus canciones, que yerra y al que incluso Andrea alecciona en los interludios de una a otra. Andrea vive y Margott escribe. Mira al suelo, a su guitarra y al micro. Coge la cejilla y en ella clava la vista concienzudamente. Andrea, tímida, presenta a una valiente Margott en la que va transmutando y que durante el proceso a veces tiene miedo de llegar alto con su voz y oscila más de la cuenta, pero con esfuerzo la metamorfosis se completa y se templa.
Esta clase de conciertos es para tomárselos con tres copas de silencio. Tengo a una mujer a mi lado que canta, pero que siente vergüenza de hacerlo muy fuerte. Hay un hombre que insta a Andrea a vender su trabajo. El resto calla. Ni siquiera me sirven un belmonte por no hacer ruido. El Zalacaín tiene un buen público. Margott por su parte siente la tensión de los suspiros, las respiraciones, los pálpitos y las toses, que por silencio que hay se hacen ambiguas. Comenta que, a veces, le gustaría tocar música más animada y alenta al público a hacer palmas. Por raro que parezca este le hace caso y por un momento Margott le pega al rock de Queen con más actitud que atino. Repitió sus canciones, repitió errores. Un artista debe seguir creciendo, pero por desgracia no es el público el que pone los tiempos y por suerte cada uno estima su disposición. No ha dado muchos conciertos y no ha renovado el setlist y le puede acabar pasando factura.
Margott hace el clásico concierto en que los fantoches simulan infartarse, en que se ahogan en lágrimas fruto de la pasión, de una congoja tan indómita que les hace sentirse especiales de cara una galería que no existe. El aura de Margott es un círculo dantesco singular que cada uno siente en connivencia con el resto de los presentes. A caballo entre Barcelona y Murcia no esperes a que se vaya pues no sabes cuando la vas a poder volver a ver.
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