La historia de Stephen Hawking es mucho más que una historia de superación, mucho más que una historia de amor y mucho más que una historia de ciencia. La historia de Stephen Hawking es todo a la vez. En La teoría del todo, su director James Marsh no parece ser consciente de que es precisamente al juntarlo cuando la fórmula funciona de maravilla y la película se vuelve emocionante, inspiradora y única. Mientras tanto, solo es un drama poco arriesgado y algo descafeinado (alguna escena de sexo habría estado bien) que, en su recta final e inicial, nos hace pensar.
Sucede con la vida, que nos la tomamos como una carrera de fondo con diferentes paradas: visualizamos una meta muy lejana, y queremos llegar rápido a las distintas paradas para coger aliento y seguir corriendo. El problema reside cuando, por azares del destino, esa meta cambia y nos arrepentimos de no haber disfrutado más de los paisajes, de no haber disfrutado más de la carrera, de no haber disfrutado más de, simplemente, seguir respirando.
Todos deberíamos pararnos a pensar en el inicio del tiempo de nuestro microcosmos, intentar averiguar cómo hemos llegado a donde hemos llegado y decidir a dónde queremos llegar. Hawking no tuvo más remedio que ir deprisa, porque las probabilidades de vivir mucho eran muy remotas. Pero también tuvo una compañera de carreras que nunca tiró la toalla.
Los dos amantes de La Teoría del todo no fueron perfectos, cometieron errores, se quisieron y se odiaron, se amaron y se repelieron. Pero cuando todo pasó, cuando los dos miraron lo que habían logrado, todo se desvaneció como un mal sueño. “Mira lo que hemos conseguido”, le susurra Hawking a Jane. Y el reloj retrocede en el tiempo, y nos dice que sin todo ese sufrimiento, todas las decepciones, todos los errores y todas las virtudes, nunca habrían llegado hasta allí.
Y entonces la carrera merece la pena, yo perdono los convencionalismos y la falta de riesgo, clamo con fuerza que el óscar sea para Eddie Redmayne y salgo del cine pensando, pensando y pensando…
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