El pasado sábado tuve la experiencia más deprimente de mi vida: vi a un amigo llorar. Sí, llorar. A un amigo, en masculino. Este machismo heredado nos obliga a escandalizarnos por estas cosas cuando se trata de viriles varones. Y es que el pasado sábado tocó Cat Power en el festival de Jazz de Cartagena. Lo hacía tras dejar Hannah Williams & The Tastemakers un escenario revolucionado. Una mujer tan enérgica como el huracán Katrina. Su banda bien, sin lamentos, auspiciaba a una Hannah que pataleaba al aire y corría de un lado del escenario al otro. Una voz que a pesar de estar rota alcanza los más complicados registros del soul. Viendo cómo nos iba a dejar el cuerpo Hannah Williams fue una extraña decisión la de dejarle abrir la noche pues Cat Power, que venía en solitario, consiguió algo que nunca he visto, vaciar la mitad del teatro y provocarle una embolia a la otra, les cuento por qué.
En realidad no ví a mi amigo llorar, pero me escandalizó de igual forma. Durante los primeros compases del concierto estuvimos haciendo bromas e incluso bailando, pero Cat Power le aniquiló, le hundió en su butaca hasta los infiernos, naufragó a orillas del Flegetonte y no lo volví a ver. Chan Marshall se plantó en el escenario enlazando una canción con otra con su guitarra eléctrica. La facilidad para conectarlas dejó en evidencia su imaginario compositivo, claro está que basando su estilo en el mayor de los minimalismos todo vale. Cojeando se sentó frente al piano. Subía y bajaba el micro, se giraba para toser y entonces el flequillo se le había cruzado, lo colocaba, una, dos, tres veces, reía, o no, o se probaba con un pobre español, o ironizaba con lo grogui que iba, hablaba de su embarazo, se quejaba al acomodador de esa puerta abierta y para entonces ya había vuelto a toser y el flequillo iba camino de sus ojos. Un público no muy exigente solo aplaudió cuando reconocía sus temas más famosos. En esos instantes mi amigo parecía lanzar un estertor, un quejido casi mudo propio del que trata de despertar de una catalepsia. Por entonces yo solo podía fijarme en los abonados que vaciaban el teatro. Viejetes y no tan viejetes que van a ver a jazz o a una moza de buen ver, y en este concierto de tristeza y luces tenues ni se veía a la moza ni se escuchó jazz, como es lógico.
La depresiva cantante se volvió a levantar y se fue hacia un par de micrófonos que le conferían a su ya de por sí melosa voz un matiz más tenebroso. Un efecto impecable que no solo no mancha sino que sobrecoge al oyente. Y es que cuando canta, toca y siente, se mueve de un modo extraño. Parece que quiere seguir el ritmo de lo que canta, pero solo es un vacile histriónico fruto de Dios sabe que tara.
Nos estamos acercando a las dos horas de concierto. Mi colega sigue zambuyéndose entre asesinos, ladrones y mujeres de mala vida camino del infierno. Le escucho algún gemido. Parece que trata de pedirme auxilio, pero no sabría ni cómo ayudarlo. Yo también estoy jodido. Hasta ahora no había entendido el verdadero significado del sadcore. El sadcore te roba la felicidad, te sorbe el alma y te lanza hacia un oscuro abismo de castigos y lamentos. Si algún género se puede definir en un solo concierto es este. Podría criticársele que viene sola, que simplifica demasiado sus canciones y que dos horas de concierto con el mismo esquema es un suicidio, pero ahí está la maestría. Si el sadcore es tristeza y agonía, si es minimalismo y angustia, Cat Power sola, con su guitarra y más de dos horas para contarnos las desgracias de su vida, es una auténtica genialidad. Y si no es una genialidad al menos abandera la pureza del estilo.
Oigo un “ji…” un “ja…” y vuelve a toser. Suena Werewolf, pero no falta el violín para estremecer al personal. Me acojona y a su vez me pone un poquito, pero se me pasa al verla afinar y afinar la guitarra a mitad de una canción. Algo que haces antes o después. En ese momento mi colega despierta de su letargo y se caga en Dios. Dice que él no ha pagado 20€ por ver a una tía afinar su guitarra. Siempre ha sido un tío muy roñoso. Automáticamente vuelve a morir. Cat power ya se está despidiendo. Camina hacia atrás. Se para sobre sí misma varias veces. Se esconde detrás del piano camino de las bambalinas. El aplauso es bastante débil. No sé a qué achacarlo, si a la quietud de la sangre, si al desangre, si a los abonados desertores. No lo sé la verdad ni quiero pensarlo. Estoy demasiado triste y encima tengo que cargar con un amigo que lleva dos horas en coma. No habla, mira al frente. Tenía frío, pero la sangre debe habérsele parado. Chan Marshall está llegando a las bambalinas. El público duda si seguir o no aplaudiendo. El ambiente no puede ser más extraño. Le pregunto a mi amigo: “¿Te ha gustado el concierto?” y me responde: “Llévame a la cabina de suicidio más próxima. Allí te lo cuento”. Giro la cabeza. Aún asoma una mano agitándose entre las bambalinas. No entiendo a esta mujer y dudo haber entendido el concierto, pero recuerdo el “ji…” y el “ja…” y me jode ponerme tan cachondo estando tan triste.
Fotografía de Cesar Perdomo tomada en el Webster Hall de NYC. Alojada en flickr
No Comments