Este año en las nominadas a los Oscars hay un par de películas interesantes, un milagro, dos tonterías y luego, en otra liga, Whiplash. En serio: ved Whiplash. Cuando los títulos de crédito aparecen en pantalla y uno sale de la sala, sacudido por cien minutos de cine, sin un átomo de grasa, las palabras sobran.
Whiplash desarrolla una tesis, cuanto menos, atrevida: el ser humano, por lo general, está destinado a la mediocridad. A entretenerse con caprichos, accesorios volátiles que lo apartan de su verdadera pasión. La lista es larga y diversa: trabajo (estabilidad económica, novias, novios, películas de serie B, me gusta en Facebook, series para descargar en Internet…)
Pero.
Pero a veces hay algunas personas que consiguen dedicarse enteramente a la capacidad de entrenar y encontrar su don. Por esas personas, nos dice Whiplash, el ser humano es ser humano, aunque dichas personas acaben siendo marginadas, repudiadas o incomprendidas por los que tienen alrededor.
Y el resto, nos repite Whiplash, es ruido.
Whiplash podría haberse quedado en un mero telefilm de «profesor que abusa psicológicamente en un ambiente estudiantil sometido a una gran presión” ( Miles Teller y J K Simmons, criaturas que se necesitan mutuamente para dar sentido a su tortuosa existencia). Sin embargo, las preguntas (incómodas) que suscita Whiplash van mucho más allá: desde que el verdadero arte no puede ser perfeccionado sin dolor (ahí la pregunta a los verdaderos profesores de cómo enseñar o encontrar dicho don) pasando por un par de comentarios certeros sobre el estado del jazz (y la sociedad) actual.
Así, en sus apabullantes veinte minutos finales la película consigue elevar su propuesta hasta más allá de la estratosfera. Unos quince minutos donde música, nervio e imagen en movimiento consiguen que de nuevo, las palabras sobren. Obra maestra.
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Creo que te has flipao un poco. Pero. Sí, muy buena película.