“Esto es animación. Somos la forma de arte que todo el mundo piensa que puede hacer. Esa es la maldición del medio, que está considerado para niños. No se nos trata con el mismo respeto que a las películas de imagen real, aún cuando en el top cinco de películas de cada año siempre hay animación, y esa es la medida del éxito en esta industria”. Son palabras de Genndy Tartakovsky, uno de los maestros de la animación moderna. Creador de algunas de las mejores series de temática infantil de la historia de Cartoon Network (El laboratorio de Dexter, Las Supernenas), así como de clásicos de culto como Samurai Jack o Star Wars: Clone Wars, la carrera en la pantalla grande de Tartakovsky consiste en las dos entregas de Hotel Transilvania. Productos propios de la mcdonalización de la industria del cine americano: preparados para la consumición masiva sin dejar a penas rastro de la personalidad de los creadores. Cuando el director intentó llevar a cabo uno de sus proyectos soñados, una adaptación moderna de Popeye, Sony se cargó el proyecto cuando ya había metraje publicado para empezar a producir una película sobre emojis.
Tartakovsky, a pesar de ser un víctima de un sistema que teme al riesgo y premia al conservadurismo, sigue formando parte del mismo, pero nunca se nota en sus entrevistas. Siempre es bastante abierto y honesto sobre los problemas de la industria. Aún así, no cita entre esos problemas uno esencial a la hora de entender la animación: el género dominante dentro de la misma. La animación es un medio, no un género, pero ambos términos se confunden porque existe un género dominante: la comedia. Casi toda la animación de origen americano, y por ende occidental, tiene un gran componente cómico. Desde la explosión mainstream de la animación de la mano de Walt Disney y su Steamboat Willie, comedia y dibujos han ido cogidos de la mano. Han pasado casi 90 años desde el debut de Mickey Mouse, con todos los avances que eso conlleva, pero las pantallas siguen llenándose de comedias animadas. Incluso las que están dirigidas a un público más adulto, como la reciente La fiesta de las salchichas, siguen siendo comedias.
Sin embargo, esta última cinta puede suponer un cambio de paradigma a largo plazo. No es solo la primera película de animación CGI para adultos, también es un film que funciona mejor por su profundidad temática que por sus gags. Parece una consecuencia natural de un medio que ha visto como la televisión del último lustro ha producido dos comedias existenciales animadas muy populares, Rick and Morty y Bojack Horseman. Pero, a pesar de ser series que tratan temas complejos a nivel emocional, la necesidad de provocar la risa del espectador sigue mandando. Rick and Morty, por ejemplo, tiene una media de casi seis chistes por minuto. Con estos números en mano, cabe preguntarse si alguna vez la animación occidental avanzará hasta el punto de no necesita las carcajadas del público, y por ende, acabar con su maldición.
A este respecto, Hollywood podría aprender bastante de la industria japonesa. Si la animación clásica carga con el estigma de ser para niños, el anime es percibido como un medio para ‘frikis’. Sin embargo, gran parte de los fans de las dos disciplinas son seguidores de la animación sin etiquetas, y el motivo por el que recurren al anime es porque es un medio donde hay una mayor variedad temática y de géneros. No es raro ver anime centrado en temas serios con muy poco humor. Uno de los grandes éxitos del 2016, la serie de 12 episodios Erased, mezcla viajes en el tiempo e intriga detectivesca con asesinatos y abuso de menores. También existe en Japón una cultura en torno a la apreciación del autor, muy similar a las sensibilidades europeas. Una película de Miyazaki representa la visión artística del director, no del Estudio Ghibli. En un filme de Pixar, en cambio, no es raro ver a dos directores al frente de un proyecto, a la vez que varios guionistas. Lo mismo pasa con Disney: Zootrópolis tiene tres directores acreditados y siete contribuidores al guion. La animación es siempre un esfuerzo colectivo, pero la visión artística de un creador convierte las películas en cine, mientras que seguir a rajatabla las reglas de una lista las transforma en productos de consumo industrial.
Puede que la animación occidental mainstream recorra senderos más estimulantes en los próximos años. Puede que vayamos por el camino señalado por Logorama y todas las películas se convierta en puro product placement. También puede mantenerse el statu quo, que no está en su peor momento. Siempre habrá opciones para los fans más curiosos: los que conocen la obra de Don Hertzfeldt y Bill Plimpton; los que adoran Watership Down y El Planeta Salvaje; los que no pierden de vista las webs de animación experimental. Pero las grandes audiencias no se acercarán nunca a ese tipo de trabajos, a no ser que los grandes estudios renueven sus propuestas y se arriesguen. Hasta que la burbuja no explote, seguirán felices viviendo en ella. Es una pena, pues la animación no es un trabajo nada fácil de hacer, y si el futuro en el cine de gente como Tartakovsky es darle vida a emojis, minions y angry birds se les secarán el talento y la pasión.
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