Se ahogaban. Debí imaginarlo, pensaría Miguel horas después en su piso de la Fama. Pero en aquel instante de la noche lo único que podía hacer (lo único que le habían dicho que hiciera) era mantener la cabeza recta, y baja, y no hacer ruido. Demasiadas cosas.
Trató de concentrarse, es decir, alejar de su mente de los sonidos de la Pólvora. La luz roja parpadeó y Miguel siguió aguantando. Cerró los ojos pero cuando volvió abrirlos la certeza le sobrecogió.
Las chicas se ahogaban.
El parque aullaba. Las farolas naranjas apestaban a botellas y a sudor, y también a barro. Era jueves, recordó de repente. Mañana no hay clase. No tendría que subir al campus. No tendría que hacer nada.
Miró un momento hacia adelante, más allá el riachuelo de piedra seca. En algún lugar de aquella oscuridad la luz roja volvió a parpadear.
Miguel siguió aguantando. Las manos de las chicas estaban esculpidas en saliva y resbalaron un par de veces cuando intentaron agarrarle las piernas. Debí imaginarlo, pensó poco después cuando el fotógrafo le pagó y le pasó por Bluetooth una de las fotos.
Un regalo, le susurró el hombre antes de marcharse en dirección opuesta, directo a la Seda como un disparo.
La Pólvora se había quedado en silencio para entonces. Antes de irse Miguel permaneció un rato en el cruce, observando los cuerpos amontonados bajo el pórtico de enredaderas muertas. Es jueves, recordó entonces de repente. Mañana no hay clase.
Subió la imagen a su Fotolog nada más llegar a casa.
Jose Manuel Sala Díaz
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