Alguien ha quitado la música y alguien sale por una puerta tras la barra. Lleva una funda de guitarra a la espalda y aprieta los labios. Gira la cabeza y saluda, tímido. Dejamos la barra y nos sentamos a medio metro del escenario. El tipo que lleva una funda de guitarra llega al escenario y suelta la funda de guitarra. Deposita unas figuras en la mesa que acompaña a un taburete y saca la guitarra. Vuelve a saludar. Las figuras de la mesa forman un ritual: tres de ellas tienen forma humana y están rodeadas por un círculo que dibujan unas cinco velas de plástico.
El tipo que llevaba una funda de guitarra en la espalda es Manuel Cabezalí y está sentado en el taburete, frotándose las manos, saludando, sonriendo al decir que somos pocos y que va a quedar todo muy íntimo. Agacha la cabeza y mira la guitarra.
Sus dedos se desperezan. Recorren el mástil con seguridad, con la confianza del roce y el tiempo. Suena Amor Felino II. La melodía inunda La Yesería y las sonrisas desaparecen porque esto es serio. De pronto hay muchos focos de atención: el trote de las manos de Cabezalí, el metrónomo que usa como pierna, su voz, sus gestos, las figuras de la mesa y, en una pantalla a la izquierda, Kurt Cobain. Hoy habría cumplido 47 años. Y pienso en que hay mucho de Cobain en el hecho de que el líder de una de las bandas de referencia en el rock alternativo de este país esté tocando sus canciones frente a veinte personas con una guitarra como única aliada. Esa frase, aplicada a la mayoría de músicos, resultaría devastadora. Pero Cabezalí es un MÚSICO.
Las canciones vienen y van, forman nubes etéreas de un intimismo que, de brillante, deslumbra. Ver a Cabezalí en directo provoca dos sensaciones que se mezclan: oxígeno lleno de nostalgia, paisajes grises y gatos pardos por un lado, y asombro por el despliegue emotivo y técnico que exhibe por otro. Domina la tecnología como Jonny Greenwood y toca pensando en el alma de Jeff Buckley.
Lo único constante es lo que pasa cuando las canciones acaban: Cabezalí se estira, sonríe y da las gracias mientras se frota el pantalón con su mano izquierda.
Ahora dibuja otra cadencia, ahora golpea el cuerpo de la guitarra y habla con la caja de resonancia. Ahora deja claro que tocar una guitarra no es solo puntear o meter un alfiler entre dos acordes. Suena Planes. Marga busca el secreto, no se explica cómo este tipo ha creado una banda invisible. Yo tampoco lo entiendo. Creo que hay varios músicos escondidos, varios clavijeros que han acudido a la llamada de este chamán. Planes me hipnotiza, y solo al final entiendo que no hay ningún músico invisible en la sala. Solo es Cabezalí. Solo es Cabezalí, que tiene una banda entera entre las seis cuerdas de la guitarra que le regaló su padre.
Planes desaparece y Cabezalí entiende que necesitamos un respiro. Tranquilo, explica qué le acompaña en la mesa. No es ningún rito, son Darth Vader y dos perros. Reímos. Dice que es la segunda vez que toca sin su banda, que poco a poco va venciendo el miedo de enfrentarse a un público solo con una guitarra. Y no es falsa modestia lo que sale de su boca, es que para él es normal tocar así.
Luego nos destroza con El encontronazo, nos reconstruye con Humo fuera y nos pone una barra de hielo en la espalda mientras canta Nana para un gato enfermo. No hay huella de los arreglos de violín y piano que escuchas en Pequeño y plateado –su primer disco en solitario-, Cabezalí está mostrando sus canciones en un estado primigenio, crudo. Si con Havalina suena como si algo estuviera a punto de reventar, en solitario es el tipo que tiene puñados de ceniza en las manos. Es el superviviente, ese Władysław Szpilman que recorre su Varsovia arrasada.
Se acuerda de Germán Coppini y canta No mires a los ojos de la gente. Toca Norte y entiendo cuándo apareció este Cabezalí acústico. Siempre ha estado ahí, al lado del guitarrista que te noquea con litros de distorsión, porque este es el esqueleto de Havalina.
Dice que pasa de la pantomima de salir y que pidamos otra y que él vuelva y que nos hagamos los sorprendidos. Dice que, mejor, cerramos los ojos y él hace como que se ha ido y ha vuelto y pienso que esto era el rock alternativo.
Recuerda a Neil Young y se ofrece a tocar la canción de Havalina que queramos. A la tercera acepta: Sórdido. Dice que necesita enfadarse. Y se enfada. Y ruge. La pantalla del lateral está apagada. Kurt Cobain se fue y lleva unos minutos en el cuerpo de Manuel Cabezalí. La simbiosis resultante escupe bilis durante dos minutos. La canción termina y Cobain se va. Cabezalí sonríe y da las gracias. Toca Norte, da una palmada y despertamos. Sonríe y da las gracias. Guarda su guitarra y desaparece.
Salimos. Le comento a Mario que este tío es uno de los mejores músicos del país y el mejor guitarrista. Me dejo llevar y digo que Cabezalí es el Dave Grohl español.
Mario tuerce el gesto y dice que no, que Grohl no sabe tocar así.
Tiene razón.
Fotografías por Sergio Mercader
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