Quizá sea la séptima ola de calor del verano. Y digo la séptima sabiendo que en San Javier podría ser la quinta, la tercera o la novena. Según los agoreros, si el deshielo se produce, el primer estado en irse al carajo sería Florida, de donde es oriundo Brad Mehldau. Es un martes frío (bueno, fresco), los melómanos trabajan, pero el festival de jazz de San Javier se nutre principalmente de pieles níveas con estampados bermejos firmados por el sol del sur. Una señora en lo alto al parecer quiere tomarle la revancha a Mehldau y hace palmas sola durante 3 minutos. Intenta caldear el ambiente, participar del calentamiento global y mandar a la mierda el islote del que Brad viene. Pretende hundir su origen para que no tenga donde volver y vague por nuestras costas cual yanqui errante regalándonos sin cadenas su música.
Mehldau afrenta a la educación reglada y se sienta casi a ras del suelo en una banqueta tan baja que le relega a una postura indigna. Baja lo suficiente y no podría bajar menos para acomodar a un pianista de su talla.
Saludo al sol y primera postura yoga: “piano master tree”. Así es cómo se para a escuchar a Larry Grenadier (contrabajo) y a Jeff Ballard (batería). Ambos con dos cerebros, uno para cada mano. Mehldau debe componer sin zapatos. El segundo tema es puro jazz out que sale del jazz out y este del anterior sucesivamente. Mano a un compás y las otras tres manos a tres compases distintos. Brad acaricia el piano tan suave que llevo 5 minutos liándome un cigarrillo para no hacer ruido. Lo enciendo en el intermedio. Suena Brasil, trago humo fuerte, cuento un 7/4 y tengo la sensación de que será el tempo más sencillo que vamos a escuchar hoy.
Dicen que para entender el jazz hay que escuchar las notas que no se tocan. El silencio es la analogía más parecida que acierto a pensar viendo a este trío. El silencio tranquilizador, el que te hace soñar en el duermevela, el que aprehende cada neurona y esquilma al meditabundo. Ese que te hace dormir en paz.
Larry Grenadier hace sonar distintos hasta los mismos acordes en octavas contiguas, inventa armónicos imposibles y puntea sobre alambre de espino; entretanto Jeff Ballard practicando un solo cambia tres veces de compás en múltiplos pares al tiempo que saca una nueva baqueta o rompe uno de sus tres rides con las manos. Paran, surge un silencio, un silencio que anhela el eco de Mehldau. Si tu vois ma mère ha sido puro Sidney Bechet, pero cuando todos se sientan a escuchar al hombre de la noche no queda nadie más, nadie en el anfiteatro que sea capaz de entender lo que va a pasar. La pieza del París que explica una época pasada no existe en sus manos, nos ha llevado al extrarradio a degustar, ver, oler y sentir lo que hace una ciudad cierta. Es un interludio de piano solo que vaga sin saber dónde acabar. La magistratura que calza Mehldau hace que durante 5 minutos hayamos asistido a todas las posibilidades que la rotura del jazz puede hacerle a cualquier estilo. Poco a poco, a contramano y a contrapié, Brad vuelve al origen del tema y, el público que es sabio juez, condena con la mayor ovación del concierto a los escritores irresponsables que jamás transcribirán esto al cuento que merece ser inmortalizado.
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