Hoy hacía uno de esos días de clima confuso que crees que solo existen en Murcia. Cuando llueve en Murcia tendemos los de aquí a ponernos tensos, a inquietarnos. Como si llover fuese algo más preocupante que agua cayendo del cielo. Hoy era un día de clima confuso porque hacía sol pero a la vez llovía. Porque hacía calor pero a la vez también frío. Y cuando hemos salido del Goodies del Tontódromo no hemos podido evitar remarcarlo y ella ha dicho “qué día más raro hace”, mientras todos hemos afirmado como sorprendidos “sí ¿eh? Es rarísimo”.
Me ha dicho ella que su padre tiene dos invitaciones para ver la Orquesta de la radio de Suecia y que si quiero ir. Hemos decidido que sí, que vamos a ir, ¿por qué no? Ninguno de los dos tenemos ni idea de música clásica, pero lo de hoy ha sido un tanto particular. Digno de contar vamos. No puedo hablar de la calidad de sonido, tampoco de la sincronización, de la armonía ni de armaduras de sostenidos o de bemoles. No sabemos de “si mi la re sol do fa”, ni de “fa do sol re la mi si”, pero no importa.
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Los pasillos del auditorio son estrechísimos. Para poder sentarnos en nuestros asientos del anfiteatro 2, teníamos que disculparnos una vez por cada dos pasos. Habían del pasillo a los asientos, así a ojo de buen agüero, como unos 17 pasos, que entre dos serían como unos ocho “lo siento” y medio, o sea ocho “lo siento” y un “lo sie”. Y una vez nos sentamos esperamos con una clase y un saber estar que no conocemos ni hemos conocido.
El silencio reina en tooooda la sala. Una locura el silencio el que reina. Entonces entran los músicos en riguroso orden y el silencio estalla en mil pedazos con las palmas chocando con fuerza entre el público. Primero la percusión, que lleva un triángulo, el rey de los instrumentos vergonzantes; después el viento, con un clarinete, que ya os hablaré del clarinete luego; Acto seguido la cuerda, con sus violas y sus violines y sus violonchelos y sus contrabajos; Después el director, Daniel Harding, que luce el mismo esmoquin que luce cualquier director de orquesta, o así nos lo parece; Por último, la pianista, Maria João Pires.
El silencio protocolario otra vez. Y entonces comienza, suave, piano que se dice, y la pianista comienza a bailar con el primer movimiento, el Mestoso del Concierto para piano y orquesta nº2, op.21 de Chopin. Tendríais que estar ahí… Ayer precisamente había visto The lady in the Van, y Maggie Smith toca el piano con sus dedos mendigos arrugados y os juro que parecen bailar el más ligero ballet. Maggie Smith y Maria João tienen lo mismo de bailarinas que de pianistas. El silencio es absoluto y allí solo se escucha el piano y un montón de instrumentos intentando acompañarlo con sumo mimo.
Me pregunto si ya en 1830 pasaba igual. Ha cambiado tan poco que es fascinante. La miro a ella, que está absorta en sus pensamientos acompasados de Chopin, y me pregunto si en 1830 alguien como ella invitaría a alguien como yo a palacio a ver un concierto de música clásica. Me pregunto si ambos plebeyos tendrían que pasar a la fila tres del anfiteatro 2, pasillos demasiado estrechos, si pasarían con ocho “disculpe vuestra merced” y un “discupe vues”.
Como no tenemos ni idea de música, solo nos preocupamos de nuestros pensamientos. Ella está pensando en cine, absorta cómo a veces está, en Nimphomaniac de Von Trier, pero no entiendo muy bien por qué si os soy sincero; Yo estoy fijándome en los clarinetes porque estuve tocando uno durante tres años. Pienso, mientras suena un leve y sutil pizzicato, en aquel momento en el que el percusionista principal de la banda municipal de mi pueblo me insultaba cruelmente entre tema y tema, hasta obligarme en parte a abandonar aquel instrumento y lo que representaba. Años después me enteré de que Woody Allen toca el clarinete, y me cabreé muchísimo. Así, ensimismado, me pierdo dentro de mi cabeza. Creo que eso le pasa a toda la sala. Puede que en eso consista todo esto.
Por ejemplo, esa anciana vestida de rojo que hay dos filas más adelante, parece también perdida en sí misma, pero no deja de sonreír con el tercer movimiento, un allegro vivace, que dice mi programa que es. Está recordando su época como conductora de ambulancias durante los bombardeos de la guerra civil. Los oboes parecen llorar mientras ella viaja hasta aquel día donde la ambulancia tuvo que pararse porque un chico, un militante comunista, se paró delante de esta alzando los brazos rogando ayuda. La señora, que ahora está siendo mecida por flautas, recuerda bajar de la ambulancia y seguir al soldado hasta el callejón de la esquina, donde su amigo se moría desangrado. Curó a su amigo con un torniquete y ahora el soldado comunista descansa junto a ella, anciano, intentando no dormirse con el espectáculo, ya que él odia la música clásica. “Y para esto sobreviví yo a la puta guerra”, piensa.
En ese instante ella me toca el hombro y me saca de mis pensamientos y me dice “oye, es que no deja de recordarme al cine”. Estaba pensando justo lo mismo. Puro cine. Le pregunto si no tiene ganas de bailar. Ella me dice que un montón, que quiere bailar todo el concierto. Aunque no sea ni una polca ni un vals, bailarlo es lo que haría, eso seguro.
Me levanto y le tiendo la mano. Juntos, saltamos las dos filas que nos separan de esa pequeña muralla de madera que separa el anfiteatro más alto del auditorio, y ahí, en la finura del reposado, bailamos sin caernos. Todos nos miran y chismorrean. El director, desde abajo, no ha dejado de mover la batuta al vernos, al contrario, sonríe y lo hace con más ímpetu. Parece decir con los labios “así, sí”. Y nosotros seguimos bailando y la gente del anfiteatro se mira entre ella y luego a nosotros y luego otra vez a ella y después a la orquesta y se preguntan si eso es tan bonito como parece ser. No paramos de bailar y la música no ha dejado de sonar. Los acomodadores se acaban de percatar del revuelo y deben tomar medidas.
El allegro va in crescendo, una acomodadora se decide a pararnos los pies justo cuando su compañero la agarra del hombro. Al darse la vuelta, su compañero lo mira con los ojos cerrados y niega con la cabeza mientras le dice “Déjalos, ¿no lo ves? Se quieren”. La acomodadora nos mira sorprendida, y se da cuenta de que su compañero tiene razón, y sonríe. Pero su compañero le vuelve a tocar el hombro y, esta vez, con la otra mano, le pide un baile. Y comienzan a bailar.
Nosotros ya vamos por la mitad de la valla cuando el público se deja convencer. Muchos comienzan a bailar en sus respectivos espacios, por parejas, al ritmo del allegro. Todo el anfiteatro 2 se deja llevar, después el anfiteatro uno, y mientras, en las primeras filas, por primera vez los de abajo del todo sienten envidia por los de arriba del todo.
El equipo de seguridad ha llegado hasta la puerta, con pinganillo porra y pistola, dispuestos a detener ese gran baile propio de 1840. Están flipando mucho. Los envidiosos de las primeras filas ya se han unido. Qué remedio les queda. Muchos bailan en la valla junto a mí y junto a ella. “Tenía muchas ganas de bailar”, me dice ella ilusionada. Es fácil ilusionarla, y es fácil ilusionarse cuando alguien se ilusiona tan fácilmente.
“Joder Mike, esto es muy confuso”, le dice el segurata al otro segurata. “Bueno Billy, esto es Murcia, aquí hace sol y llueve a la vez”.
La música clásica, es puro cine, esa es la conclusión a la que llegamos cuando los seguratas nos echan de Victor Villegas y nos vetan el derecho de admisión para siempre.
Y como cine que es, qué menos que inventarte una historia mientras la escuchas.
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