La secuencia podría ser: Oscar Wilde-Billy Wilder-Woody Allen. La secuencia de la sátira, del humor negro, mordaz e irreverente. Pocos artistas han sabido retratar los entresijos del alma humana combinando la ironía con el drama y la denuncia social. Pocos han construido retratos tan costumbristas de las sociedades que les tocó vivir. Costumbrismo crítico, en todo caso. Al estilo de Larra. Los tres son cronistas urbanos, Wilde de la Inglaterra victoriana, Wilder de la posguerra en América y Allen de la América que asistió (¿y propició?) la muerte de la modernidad.
El caso de Wilde es peculiar. Asociado siempre a la ironía, de cada 1.000 tweets irónicos que leemos, 900 son frases suyas. Los otros 100 se le atribuirán con el tiempo. El tiempo, esa variable imperecedera que nos retrata. Wilde pasó a la historia como el maestro del esteticismo: “Todo el arte es más bien inútil”, escribió en El retrato de Dorian Gray. La palabra para la palabra, la pintura para la pintura y las notas para las notas; Ese era su mundo. Dicen que, mientras sus compañeros se empleaban a fondo en deportes masculinos y masculinizantes, él se pasaba horas decorando sus habitaciones de plumas y su cabeza –añado- de deseos. El deseo. Quizá el otro término que se suele relacionar con Wilde. En cada una de sus obras hay un personaje que representa el hedonismo. El más poderoso es Lord Henry en El retrato de Dorian Gray. Un hombre rico, culto e irónico que anima al joven Gray a deshacerse de sus valores respetables para iniciar una travesía por los prados del placer. El camino del exceso, que diría William Blake. Muchos han visto en estos personajes, casi cínicos, una representación de la personalidad de Wilde. Esta es la imagen que tenemos del autor irlandés 113 años después de su muerte.
Pero hay otro Oscar Wilde. Hay un autor que es capaz de deshacerse de esa –a veces- frívola actitud burguesa y contar su hundimiento en la más profunda miseria. En 1895 Wilde estaba en pleno apogeo: su obra era alabada, estaba casado y tenía un hijo. Digamos que era la época en la que se fundó aquella sonrisa casi obligada que uno debe poner para no quedar de insensible o paleto cuando alguien dice una frase del autor británico. Sonreír al tiempo que perdemos la mirada en la pared de enfrente es la mejor receta para parecer refinado en esta situación. Ese año, el padre de su amigo Lord Alfred Douglas le envió una carta acusándolo de homosexualidad. Wilde denunció al padre de Douglas y se vio envuelto, de este modo, en un juicio que le llevaría a la cárcel. A la cárcel de Reading. Allí, Wilde compuso dos escritos: De profundis y La balada de la cárcel de Reading.
El primero era una carta a Douglas en la que mostraba la honda huella que la cárcel estaba creándole: “Por mi parte, doy gracias a Dios todas las noches —sí, de rodillas doy gracias a Dios— por habérmela hecho conocer [la piedad]. Yo entré a la prisión con un corazón de piedra y pensando tan sólo en mi placer; pero, ahora mi corazón se ha roto… y la piedad ha entrado en él”, comentó en aquella época. En esto se había convertido Wilde. En un autor que conoció mundos oscuros, miserias y deformidades del ser humano. La balada de la cárcel de Reading es uno de los textos más desgarradores que he leído. Wilde relata las últimas horas de un preso que va a ser ahorcado. A cada verso –la obra es un poema- miraba la portada para asegurarme de que no estaba leyendo a Poe. Así de negra es esta historia. Wilde no se retrata en un personaje con una frívola elegancia; se muestra asustado, un animal que se encoge dentro de sí mismo pero que, al mismo tiempo, saca a la luz rincones de su alma que acaba de encontrar. Las referencias a Dios son bastante comunes:
También esto sé –y que sería bueno que todo el mundo supiera-: que cada cárcel que el hombre construye
está construida con ladrillos de infamia
y cercada con rejas
para que Cristo no vea
cómo mutilan los hombres a sus hermanos
Wilde se agarra a Cristo como única redención posible; no ve nada bueno en el ser humano: se le acusa de homosexual y su esposa le impide ver a su hijo. En su crítica no hay nada de irónico, utiliza un lenguaje crudo:
Toda ley
que los hombres han hecho para el hombre
desde que el primer hombre quitó la vida a su hermano
y dio comienzo este triste mundo,
no hace más que rechazar el grano y retener la paja
con un perverso cedazo
Otra idea que se repite constantemente es la de naturaleza como ser indomable, a pesar de que el ser humano se esfuerce por moldearla:
El roble y el olmo tienen hojas amables
que brotan en la primavera,
pero es macabro de ver el árbol de la horca
con su raíz mordida por la víbora
y, verde o seco, un hombre ha de morir
para que ese árbol dé su fruto
Pero lo más conmovedor de La balada de la cárcel de Reading es que, en medio del derrumbe de su mundo, Wilde fue capaz de llegar al arte supremo:
A las seis en punto limpiamos las celdas,
a las siete, todo quedó en silencio,
pero el susurro y el batir de un ala inmensa
parecían llenar la cárcel,
pues el señor de la muerte con helado aliento
había entrado para matar
La balada de la cárcel de Reading muestra la transición del autor irónico al autor descarnado, desengañado con su tiempo. La noción de Cristo se va haciendo más poderosa en su pluma, atrás quedaron los años de conversaciones entre pavos y licores que valían millones. Wilde salió en 1897 de prisión y se fue a París, donde murió y donde, por fin, descansa. En el cementerio del Père-Lachaise, junto a Marcel Proust y Jim Morrison, que cerró el círculo en 1971. Pasaría casi un siglo hasta que la sociedad británica reconoció el maltrato a Wilde. Él lo había previsto, como el adelantado a su tiempo que siempre fue:
Y allí, hasta que Cristo llame a los muertos,
dejadle yacer en silencio;
no hay por qué derramar lágrimas necias
ni exhalar sonoros suspiros:
Aquel hombre había matado lo que amaba
y por eso tuvo que morir
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