Love’s such a delicate thing that we do,
with nothing to prove.
Which I never knew.
Simple song. The Shins (Port of Morrow)
Quizás para los que usamos las canciones como termómetro de nuestro estado de ánimo, las mismas no son otra cosa que el recorrido de nuestra vida, a veces por una playa a las siete de la mañana, a veces por una montaña y lloviendo. Y es que, como escribió Montaigne: «A quien me pregunta la razón de mis viajes le contesto que sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco». La búsqueda de nada, la huida de todo. Siempre hacia delante. Y en ese crepitar de sentimientos, todos somos Ted Mosby.
He pasado nueve años de mi vida esperando que llegara cada martes, de cada semana, de cada mes, para ver hacia dónde iban los pasos de Ted en How I Met Your Mother. Desde los primeros capítulos, me vi reflejado, sentí lo que él sentía y me di cuenta que mirábamos el mundo de la misma manera. Sí, acepto que a partir de la tercera temporada, y hasta bien entrada la séptima, la serie divagó por un desierto, sin un rumbo fijo en su storytelling, exprimiendo al máximo el ‘legendary’ de Barney o la inocencia pre-virginal de Marshall. Sí, no es una serie de culto, no es Twin Peaks y nunca ha tenido un capítulo como ‘Ozymandias’, de Breaking Bad. Pero chico, la historia del bueno de Ted Mosby no es más que la vida en su totalidad, la búsqueda de lo inabarcable, el verdadero amor, el descenso hacía Beatriz.
Amar es perder. Además, no es una derrota fácil, es un 0-5 ante tu público, una humillación de la que a veces no se puede salir. Ted es un perdedor durante nueve temporadas, es el Real Madrid de Manolo Pellegrini siendo arrollado de forma cíclica por un Alcorcón hasta arriba de autoestima. Lo es desde el primer capítulo, cuando tras una de esas citas que nos inflan el pecho de amor efímero, roba una trompa azul del restaurante para llevársela a Robin a su apartamento. Siempre se pierde cuando se ama tan de repente. A Mosby se le cae un “te quiero” de la boca y ya se ha formado la III Guerra Mundial. Todos lo sabemos, todos somos Ted. A partir de ahí, una voz en off nos explicará las consecuencias de una frase, la montaña rusa en la que se convierte tu vida cuando conoces al único amor, al incomparable, al que, como le dice Ted a Janet, esa loca con la que todos nos hemos cruzado alguna vez en un puente de Brooklyn, él está destinado:
“Para que lo sepas, sí existe una palabra: ¡Es amor! Estoy enamorado de ella, ¿vale? Si buscas una palabra que signifique querer a una persona más allá de cualquier raciocinio y desear que tenga todo lo que quiera, por mucho que te destroce, es amor. Y cuando amas a alguien, eso no se olvida nunca. Aunque la gente se burle de ti o te llamen loco (…) Si me rindiera, si siguiera el consejo que me están dando todos, y pasara página y buscara otra persona, eso no sería amor. Eso sería alguna otra cosa desechable por la que no merece la pena luchar”
(Capítulo 17, 9ª Temporada).
Y ese amor ya no entiende de razones, se escapa de la materia orgánica de la que está hecho nuestro cerebro para adherirse como un ventrículo más a nuestro corazón. Ted regala una trompa azul y dice un te quiero que desencadena una relación, una ruptura dolorosa y, tras un tiempo, un incesante pasar de aspirantes a Miss Robin. Pero nunca hay otra Robin, ella es única. A Robin la quieres porque la has visto en la ducha, con el maquillaje pintando su cara de cuadro abstracto, recién levantada, porque le has llevado sopa a la cama cuando estaba resfriada y le has besado en la boca en una suerte de danza de microbios. A Robin la amas porque lo que tienes con ella es verdadero, porque miras sus ojos y no hay campo más allá. No hay otra como Robin porque, de una maldita vez, ya no te sientes roto.
Pero en el camino se interponen barreras tan altas como el Empire State (o el Arcadian, ya que nos ponemos en modo HIMYM). Se interpone Victoria, esa pastelera que conoces en una boda, que te regala cien horas de conversación interesante, de sonrisas como puñales, y te hace volver a creer en un pasteloso cielo repleto de arcos iris. Pero al final, como no podría ser de otra forma, está Robin. Se interpone Zoey, esa chica que seguro que estuvo en la Plaza del Sol el 15-M, con su Iphone y su “¡No nos representan!” tatuado. Es guapa, independiente, rebelde, culta, pero tiene un problema: no es Robin. Y hay otras barreras, más pequeñas, más salvables, que se ponen delante de nosotros para hacer real la lógica de que un clavo saca otro clavo. Pero esas no son más que avituallamientos para la etapa más dura de nuestras vidas. Son vitaminas para no desfallecer, pero no son Robin.
Incluso Ted, “la persona con más resistencia emocional que nadie haya conocido”, como le define Lily en la última temporada, está cerca una vez de encontrar la parte que le falta a su mecanismo. Todo hacía indicar que Stella iba a ser la madre, la que, tras mucho convencer a sus amigos (‘Intervención’ mediante) conseguiría que ellos aceptaran que estaba destinado a casarse con ella. En todas las relaciones surgen problemas, es algo irremediable, incluso sería aburrido si no existiesen. Pero en el caso de Stella, el problema más grande; ella también tenía a su Robin. Y se daba cuenta tarde, tras todas sus luchas con Ted por no traer a las ex parejas a la boda. Pero todo terminaba siendo honesto, volviendo a su cauce. Y Stella volvía con Tony.
Y Tracy. Sí, lo sabes cuando la ves. Es ella. Ya no hay más Robin. Es la que hace cantar a las tostadas con mermelada de frambuesa en el desayuno, es la que toca el bajo en un grupo, es la que pinta robots y es tan friki como tú de las cosas de las que se debe ser friki. Sí, es ella, no Robin. Y la conoces a fondo, y te vas enamorando, poco a poco, de forma reposada, de lo que ella hace del mundo cuando está a tu lado. Lo tiene todo, tanto, que ella sí va al altar cuando se lo pides. Y decides que todos los tropiezos, todos los vaivenes, todos tus fantasmas, se han acabado para siempre.
Pero, ay, el destino. No perdona, a nadie. En la serie, Tracy, la madre de los hijos de Ted, muere de cáncer, pero lo que nos quiere enseñar la serie no es una muerte física. No, lo que nos quiere mostrar es el camino de baldosas amarillas hacia las múltiples puertas que nos llevan a la decisión correcta. Tu Tracy, o la mía, o la de tu mejor amigo, puede, simplemente, dejar de existir como el ente más perfecto del universo. Puede morir en tu corazón, en tu cabeza, o simplemente morir en la razón, porque lo que tienes con ella es imposible, o porque el destino ha decidido que no es el camino. Esto nos hace comprender, con Tracy ya fuera de escena, con una vida por delante que nos asusta, que hay más de un amor de los de verdad, de los que tienen vitola de eternos, pero que al final, todo se debe al destino, que es quien elige a la persona correcta. Los que también somos Ted lo sabemos.
Te gustan las historias y te gusta contarlas. Quieres que la chica (la que va vestida de calabaza putilla en Hallowen, la que te deja una piña en tu mesilla de noche y se larga por la mañana, la Janet que está loca como una cabra, da igual) que acabas de conocer sea la historia de tu vida. Pero como decía el psicólogo Williams en El indomable Will Hunting, en una de las frases que más lúcidas me parecen para definir una relación amorosa, “no eres perfecto amigo. Y voy a ahorrarte el suspense. La chica que conociste tampoco es perfecta. Lo único que importa es si sois perfectos como pareja”.
Por todo esto, yo soy Ted, y todos, en mayor o menor medida, lo somos. Sabemos de lo que huimos pero no tenemos muy claro lo que buscamos, por eso no paramos de tropezar, por eso amar es perder. Pero si en el capítulo de la serie en el que te encuentras ahora mismo, aunque Stella te haya dejado en el altar o Tracy esté volando lejos de aquí, el destino te vuelve a traer a Robin, roba de nuevo la puta trompa azul, dile te quiero, acepta que es posible que vuelva a destrozarte. Si has llegado hasta aquí, hazlo por una razón: porque merece la pena luchar.
“El amor no tiene que tener sentido. Es decir, no puedes pensar de manera lógica si enamorarte o desenamorarte. El amor es totalmente ilógico, pero tenemos que seguir amando, si no estamos perdidos, y el amor se muere, y la humanidad debería darse por vencida. Porque el amor es lo mejor que tenemos. Mira, sé que suena cursi, pero es verdad. Tú lo amas y él te ama. Y no tiene que tener sentido para que tenga sentido”.
Ted Mosby
1 Comment
Hermosas y reales palabras, es como yo sentí toda la serie. Me encantó ?