Hace cinco horas recibí un Whatsapp. Era de Dani y decía: Me temo que no, compadre, no tengo un chavo y de hecho me acabo de levantar. Cinco horas antes, a las doce de la mañana, le pregunté si vendría a The Steepwater band. Pero Dani quemó anoche Torre Pacheco. Lo entiendo, pero él sigue: además, 22 € en taquilla…sabe que me debe una. Camino a Mariano de Rojas, pienso que quizá debí hacer caso a los colegas que insistían en que fuera al carnaval de Águilas.
Son las diez y acabo de entrar en Garaje Beat Club. En el escenario hay una banda despidiéndose. Son Red Apples. A mi lado hay una pareja que supera los cincuenta años. Cuando ves cómo cada acorde se clava en sus cuerpos y cómo sus ojos son propensos a empañarse, entiendes que son sus padres. Red Apples están tocando frente a 20 personas, pero Darío Buñuel, cantante y guitarrista, está entregado. Tiene la cara de un chaval con mil doscientas ideas en la cabeza que solo da las gracias y solo pide paciencia. Se despiden y desaparecen.
Una pantalla tapa el escenario. En esa pantalla aparecen Bon Scott y Mick Jagger y Don Henley. Unas 30 personas han entrado a la sala. La pantalla desaparece y David Tamargo suelta la primera bala. El guitarrista de Smoking Bird eclipsa a sus compañeros. Tiene la figura del Keith Richards de finales de los 60 y algo de su estilo. Smoking Bird son veteranos y se nota en el despliegue escénico de su cantante, Pablo Chazz Lalanda, en los comentarios con olor a naftalina entre las canciones y en la solvencia con la que producen ese sonido arenoso que mezcla el rock sureño con las uñas de Malcolm Young. Tan solventes que creo que estoy viendo a una banda tributo. A mi alrededor veo indumentarias cowboy: sombreros, botas, cazadoras vaqueras, pantalones de campana y litros de cerveza. Juraría que el tipo que tengo delante es Chris Robinson. Mientras Smoking Bird sueltan sus últimos homenajes pienso que sería horroroso que esta noche se convirtiera en un festival de tópicos del sur americano: caminos solitarios, salsa barbacoa, barbas remojadas en cerveza, establos y botas sucias bajo bocas hartas de tragar polvo.
Smoking Bird se despiden y en la pantalla aparece Caleb Followill. Me alejo de los murcianos que ríen como si hubieran crecido en Alabama. Al fondo hay tres tipos que parecen profesores de instituto. Oigo a uno de ellos decir:
-Madre mía, The Steepwater band van a sonar bien seguro porque…
-Mira, Bon Jovi –le interrumpe otro. En la pantalla, Bon Jovi se mesa el pelo mientras canta que no va a vivir para siempre.
Bon Jovi y la pantalla se esfuman. Respiro aliviado y veo a Jeff Massey, cantante y guitarrista, observándonos. No han tocado ni un minuto y se me escapa una sonrisa porque está claro que esto no va a ser un festival de tópicos y porque Jeff Massey sabe que esos tópicos apestan y que no hace falta tener mierdas de vaca restregadas en las botas para hacer rock de raíz americana.
Massey mira a la izquierda y observa cómo las líneas de bajo de Tod Bowers invaden la sala. Asiente y mira a la izquierda. Eric Saylors ya tiene los ojos cerrados y cabalga sobre una guitarra. Massey vuelve la mirada al frente y sigue cantando, orgulloso de los tipos que le escoltan. Detrás tiene a Joe Winters, un batería adusto. Me fijo en Winters y se me viene a la cabeza la expresión facial de Charlie Watts. Esa cara que dice: no me toquéis los huevos, que para que lo paséis bien yo tengo que estar aquí pringando.
Suena All the way to nowhere. Massey canta con corazón porque no le queda otra. Su guitarra apunta tan alto que una garganta con alma es lo único que le permite no quedar desenfocado. La guitarra de Massey mira a la de Saylors, que ha encontrado algo. La guitarra de Massey pide explicaciones a la de Saylors, que le reprocha algo. Massey mira al mástil y se pregunta cuánto tiempo podrá controlar lo que está pasando ahí. Al poco respira porque la tormenta ha pasado.
Termina la canción y un tipo grita: CORTEEEEEEEEEEEEEEZ THE KILLER!!!!! Massey da las gracias y emprende otra carnicería. Won´t be long for now, Dance me a number, Come on down, los riffs se suceden y tenemos la lengua fuera y las cervicales quejándose. Massey lo nota y baja el pistón.
Baja el pistón y nos enseña la clave. The Steepwater band son grandes músicos –casi virtuosos-y Massey tiene una gran voz, pero no hay pirotecnia. Todo es certero, escuchamos solos de varios minutos y no sobra ni una nota. La razón: el blues. Gracias al blues, todo en esta banda tiene un porqué. Gracias al blues, The Steepwater band no tocan 15 canciones iguales. Gracias al blues, nadie ha bostezado. Massey se acuerda de Slim Harpo y entona I got love if you wanna it.
De nuevo se oye el grito de CORTEEEEEEEEEZ THE KILLER!!! Massey ríe. Presenta a la banda y ese tipo que dice yeah yeah!! y alright!! y what the fuck!! cada vez que un músico habla en inglés, aparece. He visto a ese tipo en todos los conciertos de bandas anglófonas a los que he asistido y sigo sin saber qué pretende. El caso es que Massey ríe.
The Steepwater band llevan dos horas gimiendo y nos han derrotado. De nuevo, Massey lo nota y suelta un bufido. Ese bufido lo cura todo y se llama Like a Rolling Stone. La banda no tiene que esforzarse mucho porque el trabajo de Dylan aún no se ha secado. 49 años después, Like a Rolling Stone sigue sonando desafiante. Eric Saylors huele humo y mira a su mástil. Su guitarra está ardiendo. Separa las manos y sonríe. Esto era lo que estaba buscando. Después se sienta al pedal steel y se convierte en un artesano. Vuelve a la guitarra y vuelve a oler a pólvora.
La banda se despide cuando el fuego empieza a causar estragos. Massey aúlla, consciente de que el blues nunca morirá.
Tengo agujeros en los pantalones y ceniza en los calcetines. Me duele el cuello y no oigo nada. Camino a casa, me cruzo dos parejas que van disfrazadas de Los Picapiedra. Me dicen algo, pero tengo los oídos reventados. Sigo caminando y recuerdo por qué no me gusta el carnaval.
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