«Los muertos están vivos». Ésta es la frase que abre la película y que podría utilizarse como resumen de la misma. Para este Bond, más taciturno, reflexivo y metafísico que de costumbre, la delgada linea que separa la vida de la muerte es cada vez más difusa. Los muertos siguen vivos en su mundo, en forma de espectros y de sombras, que detrás de cada esquina se encargan de atormentarlo; recordándole sus errores, que lo ha perdido todo. Este Bond de Daniel Craig, en las antípodas de la concepción clásica del héroe bondiano, es capaz de amar, sufrir y abrazar la desolación, más fuerte incluso que a una mujer en su cama. También recibe golpes, físicos pero sobre todo emocionales, que le convierten en un alma rota, moribunda, que solo busca cerrar el círculo que se abrió en el Casino Royale de Montenegro, como una forma de redención y de poder expiar sus pecados. James Bond hace tiempo que dejó de ser una leyenda, ahora es una reliquia de épocas pasadas, relegada a la figura de antihéroe que asiste, a pesar de sus esfuerzos, a la caída del universo clásico en el cual luchaba contra el mal.
Sam Mendes, embriagado por el éxito de Skyfall, realiza una secuencia de apertura tan metafórica como espectacular en México, durante la celebración del Día de los Muertos. El plano secuencia que abre la aventura número 24 de la saga son palabras mayores. Es arte confeccionado con un gusto por la estética, la composición y la puesta en escena de enorme virtuosismo. Pero quizás todo esto sea el mayor pecado del film, que empieza muy fuerte y prometiendo demasiado. Esta entrega demuestra que más espectacular y más grande no significa, necesariamente, mejor. Lo que hacía a Skyfall diferente era su desarrollo de personajes, sus diálogos mordaces repletos de reflexiones, filosofía y dolorosa verdad, junto a sus escenas de acción más físicas, abordadas desde una perspectiva intimista. Y es que esa persecución a Silva en la estación de metro transmite más tensión que cualquier persecución de Spectre por tierra, mar o aire. Sam Mendes, experimentado director de teatro, supo trasladar las bondades del mismo a su primera obra bondiana, con ese camino que emprendían Bond y M hacia Skyfall, que tenía tanto de su obra maestra cinematográfica, Camino a la Perdición, como de tragedia griega.
Mendes ha enfrentado a Bond en sus últimas aventuras contra el espionaje informático y el control que ejercen las nuevas tecnologías en la sociedad. Al igual que en su predecesora, el protagonista lucha contra la implantación de una sociedad orwelliana, donde la vigilancia y la represión serán sus grandes estandartes. Una humanidad controlada por la malvada organización Spectre, liderada por un desaprovechado y encasillado Christoph Waltz.
La película, a pesar de estar un peldaño por debajo de su predecesora, cumple sobradamente. El guión y el desarrollo de los personajes no esta tan pulido; ahí tenemos el ejemplo de las chicas Bond, con una Monica Bellucci con poco tiempo en pantalla y una Léa Seydoux hierática y con escasa química con el protagonista, lo que explica que el final me parezca forzado e insatisfactorio, por poco creíble. En cambio volvemos a tener a ese Bond oscuro, maduro y meditabundo, interpretado, de nuevo excelentemente, por Daniel Craig, que le tiene cogida la medida al personaje y es el mejor James Bond de toda la saga junto con Connery. Es un film con errores, pero las bondades que ofrece son cegadoras, lo que lo convierte en una obra mayúscula dentro de la saga junto a Casino Royale y Skyfall.
Mendes, inspirado por Christopher Nolan, plantea algunos dilemas morales, sociales y políticos novedosos, además de seguir aportando oscuridad y complejidad a la saga y, sobre todo, al personaje de 007. Bond ya no es el arquetipo de espía británico clásico y plano, ahora es El Caballero Oscuro al servicio de su Majestad. Mendes vuelve a elevar la saga hasta cotas de calidad inimaginables y cierra el circulo con un final que suena a adiós definitivo. Esperemos que, por el bien del gran cine, solo sea un hasta pronto.
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