Hay una frase curiosa en el panfleto de la actuación que quiero dejarla escrita aquí para poder comprender porque Sinfonity es otra cosa: “Un mundo que suele segmentar lo clásico de lo moderno; como si no pudieran existir otras interpretaciones o como si ya estuviera todo dicho e inventado”.
A veces resulta difícil expresar con palabras las sensaciones que te puede transmitir un tipo de música, a veces podemos aceptar que la música clásica es aburrida e insípida, sin embargo, si consiguiéramos juntar dos bloques irregulares puliéndolo y mimándolo, podríamos crear algo como Sinfonity. Esto, lógicamente, no era el Concierto de Año Nuevo o la Orquesta Sinfónica de la Región de Murcia interpretando un repertorio variado y desconocido. Aquí se debía escoger algo conocido por el público y que sonase sincronizado y perfecto con guitarras, bajos, ukeleles, banjos y otros instrumentos de cuerda que no llegué a identificar.
Aquellos músicos que con sus dedos ágiles bailaban el Bolero de Ravel por el mástil de su guitarra, eran viejos integrantes de bandas heavys, bohemios, músicos de bares o de rancheras en alguna cantina pérdida de México. No consiguieron llenar el auditorio pero probablemente consiguieron meter en él a personas que jamás pensaban que se sentarían en esas butacas, que antes acabarían saltando y gritando en un concierto de rock clásico.
Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, The Bringer of War de Gustav Holst, El Vuelo del Moscardón de Rimsky-Korsakov, Johann Sebastian Bach, Amadeus Mozart, Johann Strauss, Falla…
También, para todo aquel amante de las guitarras que se precie, debe saber que en ese escenario estaba todo el sueldo de su vida reconvertido en Gibsons, Fenders, Daytonas, Gretchs, Music Man etc. Sinfonity era una sensación increíble, la música clásica renovada con la tecnología más moderna y unos músicos increíblemente sincronizados y capaces de manejar los sonidos geniales de las guitarras y arrancarle todas las notas posibles.
Por Alberto Sánchez de la Peña.
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