En un teatro sin goteras, el artesonado derramó lágrimas. Las colañas resquebrajadas por el quejío jondo agotaron el agua de su árbol madre. Madre tierra dueña de estos músicos que alcanzan el mediterráneo norte y cuando azota el viento caen bajo la falda de la tierra que guarda al flamenco del mar bravío, y al remanso de la luna llena suben por el atlántico aspirando el aroma de la saudade y la tristeça. Y ya con el alma llena, reclaman en Murcia un 17 de abril lo que es suyo: la materia prima de todo ser; la vida; el sentío; el agua. Silvia Pérez Cruz y Raúl Fernández podrán decir que deshidrataron un teatro hasta sus cimientos.
Estamos en Abril y suena un Lluis Llach honesto, verdadero, el de cara B. Silvia, saliendo, lleva puesta una media sonrisa y Raúl la otra media. Cuesta entrar. Ponen la granada en nuestra mano, y como enemigo desarmado, se les hiela la sangre. Pero a la luz de la luna el amante se parte el pecho entre cávalas y miradas transidas de distancia al astro. Abandonado ya el deshielo de Silvia en abril y Raúl entonando a la luna llegamos a la dramatización con sorna. Silvia, joven y risueña, quiere un sí en una letra que dice no. Lo ríe, lo bromea y se recrea en un infantilismo comunicativo de doble vía con el público. Creo que es la quinta canción y el rumor del mar de fondo se siente en el aire. Silvia naufraga dentro de la guitarra de Raúl, lejos de todo, perdida, gritando para ser escuchada allá donde dirige su canto. Un canto que se repite cada medio segundo en una atronadora ida y venida. Se mueve en unos registros tan extremos que solo le queda el estertor mudo que escapa furibundo del mártir y acaba con la muerte. Raúl entierra a Mercé y lanzan un mensaje claro, vamos a sufrir el resto del concierto.
Comentan que el disco se llama “granada” porque a veces es fruta y otras bomba. Con los restos de metralla clavados en la piel cambian a la fruta con Acabou Chorare. Unos viejos opulentos y maleducados comentan por detrás que “¿cómo le vienen ahora a ellos con fados?”. Se descojonan cuando más precioso se pone el concierto. Harto les pido por favor que se callen. Entre risas responden que ya se iban. Viejos iletrados podridos de un dinero que no enluce su talla y que ni vislumbran que la música, como cualquier arte, evoluciona y abandona la corrección académica para atacar al elemento que las une a todas.
Raúl agradece a Pepe Habichuela y a Enrique Morente lo que a continuación van a hacer. Despegando (el disco que hicieron conjuntamente) les sirvió para aprender a trabajar juntos. Así pues lo agradecen tocando la elegía más versionada. Ramón Sijé, muerto, yace sobre el escenario. Miguel Hernández, seccionado por dos luces transversales, sufre, llora y languidece en la boca de Silvia. Raúl ambienta, amortaja y dibuja la desesperación de Miguel llevado por los demonios. El muerto levita y desaparece. Miguel lo deja ir. Enlazan con Que me van aniquilando. Silvia toca el cajón y ata sus manos a los golpes. Hasta ahora no ha dejado de moverlas moldeando la idea de lo que canta, como si ésta fuera tan inasible que necesitara comunicarla a través de trazos visuales. Y golpeando el cajón, la mano izquierda, la que dibuja, la del ingenio, la artística, se le escapa, no aguanta, no puede. El sentir es tan fuerte que su cuerpo no le deja ejecutar. Acaban y cae rendida en la oscuridad. Después dedican una habanera compuesta por los padres de Silvia. En esta ocasión Raúl es Castor Pérez y no intenta ser Raúl, porque es tierra, es madre, y eso no se toca.
El final del setlist es tan esperado como efectivo. Pequeño Vals Vienés suena con muchos errores. A veces no entran a tiempo y Silvia respira mal y no puede importar menos. El torrente es tal que los presentes nos inclinamos. El riesgo que asumen estos dos catalanes es tal que no podrían haber roto tantos corazones si no hubieran errado. El directo es suyo. Tan improvisado, tan natural, tan bello. Gallo Rojo, Gallo Negro, hace de bis. Silvia corta el “ay”. El único “ay” humano que se puede escuchar sobre un escenario. Y lo corta sabiendo que en disco ese “ay” es sostenido y es excelso. Pero vuelve el directo, vuelve el riesgo. Y corta el “ay”. Y el “ay” sigue… sigue… Raúl que no ha dejado de crecer a cada canción se retuerce sobre sí mismo como un bebé y llega en éxtasis al final a calambrazos, alargando un desenlace que agoniza hasta que ahoga a Silvia.
Un amigo me comenta a la salida que el concierto en Cartagena fue mejor. Y me lo creo, como también me creo que será peor que otro, porque alcanzadas unas cotas de entendimiento musical tan altas solo ellos mismos pueden superarse hasta que un día, porque pasará, se agoten. La música no queda escrita, es el momento. Si no entiendes eso no te molestes en buscarlos.
Fotografías de May Carrión
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