Era tarde, madrugada, una canción sonaba de fondo. Rock, de ‘Extremoduro’. Ella estaba sentada sobre la cama aún, miraba al vacío y el aire que entraba por el balcón le acariciaba el pelo con suavidad, con la misma que hacía unos minutos nadie dentro de aquella habitación había echado en falta.
No quería pensar, de modo que se levantó. Movió sus piernas por inercia, acercándose hasta el balcón donde se sentía lo suficientemente a salvo del olfato de su madre para encender un cigarrillo. Desde aquel lugar lo había visto todo: la cabalgata de Reyes, el Entierro de la Sardina, lluvia, amaneceres. Durante una larga época observó a su hermano y a sus variadas acompañantes ‘dándose las despedidas’. Las Semanas Santas veía cómo el desfile de los mil nazarenos coloreaba las calles. Disfrutó de las ‘lágrimas de San Lorenzo’ cada agosto. Pilló también, y con suerte a tiempo, a sus dos figuras paternas llegando día tras día del trabajo, ofreciéndole el tiempo suficiente para apagar el cigarrillo matutino, o ponerse la camiseta y esconder el olor a sexo. Gentes, conocidos, desconocidos, vagabundos, políticos, funcionarios… Todo lo había visto desde allí, o casi todo. Ahora, sin embargo, sólo podía sentir el hedor de la calma.
Paula siguió mirando desde el balcón la mítica Plaza Circular que daba entrada a la Murcia más hogareña y popular, y que ahora estaba vacía. Es lo que hace agosto con las ciudades, las duerme y narcotiza durante unos días, hasta que llega septiembre y vuelven a despertar con la misma fuerza de siempre. Como si el sonido de un claxon las hiciera regresar a la realidad de los atascos, el tráfico, las prisas y los semáforos que lo frenan todo. Y luego lo ponen en marcha de nuevo.
El semáforo de Paula, sin embargo, no tintaba su vida de rojos ni de verdes. Era todo naranja intermitente, nunca estaba ni en un lado ni en el otro, ni porque sí, ni porque no. Y ahora… Ahora a pesar del silencio, de la ausencia de coches, de la paz de la noche, y del hipnotizador brillo de las estrellas, no se sentía bien, de hecho, sus sentimientos iban mucho más allá. El sosiego la incomodaba, la ponía rabiosa, colérica. Necesitaba vida. Hacía mucho tiempo que necesitaba sentirla, quizás por eso su habitación, a pesar del ambiente soñoliento de aquella madrugada, desprendía unas estrepitosas notas de música que poco a poco parecían ir poseyéndola y llenándola de arrebato.
El cigarrillo terminó de consumirse entre sus dedos. Miró sus manos, y sus uñas pintadas de un negro rotundo y pensó entonces en la primera vez que compró esmalte de aquel color. Tenía sólo trece años, estaba en un supermercado con María, su mejor amiga, y las dos, en un consejo mutuamente elaborado, decidieron escogerlo porque les haría parecer más maduras y atrevidas. Dejó escapar una sonrisilla dulce, escarmentada de aquella época adolescente e infeliz, y con este pueril recuerdo volvió dentro de la habitación.
La lista de Extremoduro de Spotify iba horriblemente mal, “las canciones saltan como les sale de las narices”, pensó al tiempo que se acercaba hasta el ordenador para poner alguno de los temas que de verdad le apetecía escuchar esa noche. Si te vas le pareció lucir en aquella velada el mejor traje de todas las candidatas a reina. Pulsó dos veces sobre ella y la dejó libre, sonar, reinar.
Se agachó entonces hasta el suelo, a recoger el condón que llevaba en el parqué ya demasiados minutos. No utilizó papel, no tuvo cuidado de sostenerlo sólo con las puntas de los dedos, sino que lo retiró con toda la palma de la mano, sin ascos ni precauciones. Necesitaba sentirlo por última vez, de modo que al recogerlo se empapó la mano derecha de su semen, y con la izquierda limpió las últimas gotas que había en el suelo de aquella historia de amor.
Aquel preservativo no sólo llevaba los restos de sus sexos, sino que goteaba de días de llantos por uno de esos tontos amores que terminan convirtiéndose en imposibles, y precisamente por ello, también en duraderos. No tiró a la basura un anticonceptivo usado. No. Lo que depositó en el vertedero y enterró entre estiércol y residuos, fue una historia. Su historia. La historia. Y a pesar de ello, lo que sintió en aquel momento no fue alivio por desprenderse de una carga.
“Si te vas, me quedo en esta calle sin salida. Sin salida”, decía la canción mientras tanto. Y lo que de verdad le pasaba a Paula es que se había quedado sin salidas. Aquella historia había sido la vía de escape de una vida estándar y ‘mediocramente’ completa, pero a partir de aquella noche todo eso había acabado. Él ahora estaba lejos y ella lo había querido dejar ir.
Encendió un nuevo cigarro y con la primera calada comenzó a recordar todo lo que había pasado aquella noche, como si hubiera empezado a proyectar en su memoria la última escena de una larga y tormentosa película:
-¿Follamos?- propuso impertérrita.
Y la empezó a besar. Luego la desnudó y después le hizo el amor con rabia. Cuando terminaron, él se marchó de allí con lágrimas en los ojos. Paula se quedó quieta, sentada en la cama, mientras el aire que entraba por el balcón le acariciaba el pelo. Podría haberse dado prisa, haber bajado las escaleras corriendo para detenerlo. Podría haberse asomado desde el balcón y haber roto el silencio de la noche gritando su nombre y haciendo que volviera con ella. Pero cuando abrió el ventanal, salió al exterior y lo vio alejarse por aquella inmensa avenida, el corazón no le galopó en el pecho, las lágrimas no le mojaron las mejillas y la pena no le inundó el alma. Sólo sintió el hedor de la calma.
-¿Qué pasó entonces?- Le preguntó María dos días más tarde, cuando Paula terminó de contarle cómo había puesto fin a toda aquella historia adolescente.
Paula hizo un silencio largo, bajó la mirada tropezando con la visión de sus manos y suspiró. Había hecho añicos un folleto de publicidad a lo largo de todo su discurso, pero no sabía cómo ni cuándo. Recordaba que una chica guapa las había parado para darles el papel cuando pasaron por Santo Domingo, pero no que durante aquel largo paseo hubiera seguido sosteniéndolo y rompiéndolo. No se había percatado tampoco de que las manos le habían estado sudando demasiado, de modo que fijó su vista mejor en ellas, dándose cuenta entonces de que el negro que hacía un par de días lucía pulcro e intacto en sus uñas, ahora estaba desgastado y pocho. Lo observó durante unos segundos, quieta, meditabunda y triste. Mientras, María, preocupada por el semblante de su amiga, siguió esperando una respuesta. Al fin Paula levantó la mirada y la clavó en los ojos agitados que la contemplaban desde hacía unos minutos. Luego, deshecha y mirando de nuevo a sus uñas, contestó:
-Creo que el negro nunca nos hizo maduras, ni atrevidas.
María asintió y le cogió las manos. Se las abrió, obligándola a tirar los pedazos rotos de aquel ridículo folleto. Los restos del papel escaparon rápidos de sus palmas y se marcharon arrastrados por la brisa de la tarde. El paseo las había llevado hasta el río, de modo que vieron cómo aquellos pedazos volaron hasta hundirse en la escasa corriente del caudal…
Al día siguiente Paula cogió algodón y quitaesmalte, borró los restos de sus uñas y volvió a pintárselas de un negro intenso. Esta vez, simplemente, porque le gustaba el color.
Fotografía: Helmut Newton