336 palabras divididas en unas 40 páginas llenas de ilustraciones, de eso se compone “Donde viven los monstruos”, de Maurice Sendak . Y más de seis años después de leerlo por primera vez, aún hay días muy sueltos en los que recuerdo este cuento y le doy otra vuelta más, esperando arrojar algo de luz extra, fracasando estrepitosamente como siempre. ¿Cómo demonios se puede decir tanto con tan poco?
Daría lo que fuera por tener la oportunidad de Max, de poder viajar a la isla donde habitan los monstruos para ser el rey por algún tiempo, para impedir que jamás olviden quién manda. Pero supongo que eso solamente es posible si eres un niño y crees en ellos. Cuando creces te olvidas de que están ahí, y es en ese instante cuando se hacen con el control de todo. Y es que los monstruos obedecen a los que son más salvajes que ellos, y no a un estúpido, deprimido y absurdo adulto.
Tampoco serviría de mucho que un adulto lograse llegar a la isla donde los monstruos habitan, porque los adultos no saben cómo dominarlos, o simplemente prefieren no saberlo. Pero Max sí lo sabe, sólo tiene que usar su truco mágico: mirarlos a sus ojos amarillentos hasta que sepan que tú eres el monstruo más monstruo de todos. Pero cuidado con pestañear, si fallas puedes acabar siendo su próximo tentempié, y están muy hambrientos.
¡Qué divertido es jugar con tus monstruos cuando te consideran el rey! Puedes hacer lo que te venga en gana con ellos, colgarte de lianas, peleas, bailes. Todo cuanto quieras, pues ellos están ahí para servirte, y no al revés.
«¡Se acabó!», dijo Max, y envió a los monstruos a la cama sin cenar. Y Max, el rey de todos los monstruos, se sintió solo y quiso estar donde alguien le quisiera más que a nadie.
Es que Max, que es un niño muy listo, también sabe que convivir tanto tiempo con los monstruos puede ser peligroso, podemos olvidarnos de aquellos humanos que tanto nos quieren, por no hablar de que cualquier noche esas bestias podrían comernos sin avisar. Así que es hora de irse de la isla y, aunque los monstruos le insistan con desesperación que se quede con ellos, navegar durante otro año y regresar con su madre es una decisión inamovible.
Lo creáis o no tardé mucho en comprender que los monstruos de Max eran sus sentimientos. La soledad, la furia, la alegría… todos convivían en esa isla sin reglas ni normas. Qué fácil es para un niño como Max dominarlos uno por uno, lo único que necesita es un barco de mentira, un mar de mentira y una isla de mentira. Nosotros, los estúpidos, deprimidos y absurdos adultos, que lo tenemos todo, no seríamos capaces de encontrar nuestra isla ni en un millón de años. Y menos mal, porque no me cabe duda de que nos devorarían en cuanto pusiésemos un pie encima de ella.
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