La nuestra es una generación maravillosa. Somos extremadamente autocríticos, es cierto, pero eso solo nos hace más encantadores. También nos vuelve mucho más locos (cuando uno no tiene que preocuparse por comer, vestirse o simplemente sobrevivir, es cuando comienza a pensar demasiado sobre demasiadas cosas). Pero entre nuestros mayores defectos reside uno que me resulta particularmente irritante: el radicalismo.
Es normal, hemos avanzado a pasos tan agigantados que no nos podemos permitir dar ni un paso atrás, por pequeñito que sea. Pero espera, ¿y si no pasase absolutamente nada por darlo? Y lo que es más importante, ¿quiénes nos creemos que somos para decidir si los demás deben o no deben avanzar con nosotros? No os mostréis escépticos, porque si realmente eres miembro de esta generación tan cool, seguro que pecas un poco de ello.
La religión es un campo que está muy acostumbrado a esta actitud nuestra. Rechazamos la iglesia como entidad religiosa (como es lógico) y, con cierta falsedad intrínseca, insistimos en que cada uno es libre de practicar la religión que desee. Y no digo yo que no esté de acuerdo, que para eso pertenezco a esta generación como el que más, practicando mi ateísmo con mucho orgullo y ciencia. Pero también pienso en lo que les debemos a nuestros mayores, ese respeto, porque mientras que nuestro problema principal radica en “no encontrar trabajo de lo nuestro”, el suyo a nuestra edad consistía en intentar dar de comer a nuestros padres con una carta de racionamiento con la que obtenías un trozo de pan negro, un saquito de arroz y un par de patatas… para una familia de cuatro o cinco personas.
Sí, somos muy valientes y muy ateos. ¡Fuera la iglesia! ¿Por qué pensar en nadie, por qué mirar más allá de nuestras narices? El avance social es lo único que importa, claro, es lo que pasa cuando el privilegio nos ciega. Y si esos ancianos y ancianas no tienen un lugar donde rezar, el mismo donde hace ahora unos 60 años rezaban con la intención de mantener con vida a sus familias, nos importa una mierda. Porque la iglesia está corrupta. Porque nosotros no.
Por eso amo «Persépolis«, por eso amo a Marjane Satrapi, y por eso la considero una autora absolutamente necesaria. Su punto de vista no solo es infinitamente rico, repleto de matices a los que puede dar forma gracias a su total ausencia de radicalismo, sino que es vital en un país como el suyo, en Irán, donde los problemas de los que hablaba conllevan repercusiones mucho más serias.
Marjane se limita a contar su vida, simplemente. Y sin embargo es todo lo contrario a simple. Feminista, luchadora, guerrillera natural, nunca permitió que su personalidad fuese conformada por política o religión alguna, al no ser que fuese algo absolutamente voluntario. Con unos padres marcadamente ateos, pasó por tantas fases como vertientes culturales se cruzan en su país (una cantidad inmensa), y eso le permitió conformar en su mente una realidad multifactorial, donde todo tenía cabida. Y lo que más le extrañaba era por qué los demás a su alrededor debían pelearse por todo sin que ella misma dejase de pelear nunca.
Durante los primeros compases, Marjane fue una niña que deseaba ser profeta, pero se guardaba el secreto muy bien. Por las noches Dios le hablaba, hasta que un día descubrió la filosofía, y de repente Dios dejó de presentarse. Sí, Marjane deja claro que no cree en Dios, pero en ningún momento se desvincula del todo, porque la iraní contempla dos formas diferentes de ver la religión: la social (guerras, muertes, negocios y retroceso), y la suya propia, la que siente en su alma.
Este es solo uno de los miles de aspectos que podréis encontrar en Persépolis, la punta de un gingantesco y revelador iceberg, apoyado en dibujos infantiles y funcionales, con mucha personalidad y muchos claroscuros. Marjane Satrapi no debería nunca dejar de dibujar sus propias historias, al igual que dibujó su pensamiento desde cero y desde de mil influencias diferentes que chocaban entre sí con furia.
Por eso creo que si aplicásemos las enseñanzas de Persépolis a nuestra maravillosa generación mejoraríamos –más aún si cabe-. Somos muy poco racistas, muy poco homófobos, creemos en la palabra libertad y la defendemos con uñas y dientes. Pero aún no sabemos respetar a las generaciones pasadas como es debido y, muy señores míos, sin ellos no seríamos nada. Y cuando digo nada, quiero decir absolutamente nada.
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