Damián encuentra las criaturas nada más entrar al parque.
Son tres y están tendidas en mitad del camino. Damián contempla sus cuerpos torcidos; sus cuellos permanecen echados hacia atrás, al igual que sus ojos. Dos de ellas parpadean las patas, ahogándose. La tercera ya no se mueve.
Un comité de cuatro señoras decide entrar en el parque. Damián se fija en ellas. Vienen de los bloques de la calle Emigrante. Entre ellas tendrán más de trescientos años, pero sus brazos (flácidos) y manos (artríticas, que quizás nunca aprendieron a usar un lápiz) cargan botellas de cinco litros con una insólita convicción: aplomo convertido en costumbre, esfuerzo que no espera ser reconocida y nunca lo será.
Damián observa cómo las ancianas echan agua sobre las criaturas, cómo las recogen de la arena y las llevan a los pequeños resquicios de sombra que dan los árboles secos. Pero Damián no se queda mucho tiempo más.
Subiendo San Antón se fija en la chavalería que toma helados en el bar de la esquina. Hacen fotos al reloj que marca la temperatura con sus móviles nuevos. Se ríen y hacen bromas mientras comparten sus frustraciones meteorológicas en las redes sociales.
Por supuesto, ninguno de ellos les presta atención a Damián.
Cuando llega a la Pólvora el reloj marca las cuatro de la tarde. Todos los bancos con sombra están cogidos.
Damián no conoce sus nombres pero sí sus caras. Son las principales víctimas del calor. Los olvidados. Son los que recorren las calles a las cuatro de la calle, y también a las cinco. Los que tuvieron casa pero la perdieron, y también los que nunca tuvieron una. Son los que buscan trabajo, los que recorren las calles arriba y abajo.
Suelen compartir espacio y tiempo con algunos ancianos que no les importan a nadie y los sueltan así, confusos, con una botellita de agua comprada en el chino. Pobres, piensa Damián sentado en el muro cubierto de pintadas y maleza, un reino donde se refugian del calor hombres y gatos. ¿Pensaban que sus últimos años serían así? ¿Ningún hijo se acuerda de ellos en sus piscinas, cuando reposan la cerveza o el café?
Cuatro y media. Damián permanece inmóvil frente a la puerta del Corte Inglés.
Damián sabe que se sentirá peor cuando suba la Gran Vía, pero no puede evitarlo. Es como estar en el Ártico, y la tentación, tan sobrenatural como insana, se apodera de él por completo.
Damián volverá a casa cuando caiga la noche. Cruzará el aparcamiento donde los senegaleses ya lo conocen. Caminará sin quemarse entre el laberinto ardiente de coches, cruzará la pasarela cuyos tablones llevan ahí desde hace cincuenta años.
Será entonces cuando habrá llegado al hogar.
Allí se ocultan una gran parte de los olvidados, justo a la hora exacta en la que Murcia despierta para ir comprar a los centros comerciales donde se respira el Ártico.
Pero los olvidados saben. Saben que el calor es menos calor más allá del malecón, donde no hay edificios con antenas ni coches escupiendo humo, donde no llegan los portátiles ni los móviles con baterías venenosas. Donde la huerta aún no ha muerto y donde el aire aún huele a cosas que crecen bajo la tierra. Los olvidados saben, y allí esperan a ser encontrados, más allá la orilla del río.
Aún hoy, siguen esperando.
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