Hablaba hace poco cierta escritora, compañera y sobre todo amiga, de la falsa realidad que proyectan las palabras “nunca” y “siempre”. Hablaba también de una frase que leyó una vez: «Saber irse a tiempo es síntoma de inteligencia». Yo leí lo mismo, pero con un ligero matiz que cambiaba su sentido, «Saber irse a tiempo es síntoma de inteligencia, no de cobardía«. Yo digo que esta sentencia no es más que una forma de justificar una actitud cobarde ante la vida.
Comentaba ella que le fascinaba “nuestra tendencia a desear que las cosas que nos gustan duren eternamente, cuando en esa vida efímera radica su perfección”, y lo cierto es que es fascinante. Pero tal vez no se haya planteado, como lo hice una vez yo, que en la práctica es igual de válido el límite temporal llamado “un mes” que el denominado “toda una vida”. Un fin puede resultar la creación de un infinito, y eso lo aprendí a la fuerza hace mucho tiempo.
Lo aprendí observando curioso la vida de mis abuelos paternos. No como abuelos, sino como marido y mujer. Observando como cada día de sus vidas se levantaban, realizaban las mismas actividades juntos, y se acostaban. El silencio era un denominador común, pero no era ese silencio al que estaba acostumbrado, ese silencio incómodo que se sienta entre una pareja en un restaurante chino e imita a una gigantesca valla que sirve para no verse el uno al otro. Ya no hablamos de mirar, hablamos de ni siquiera ver.
No, definitivamente no era ese silencio, era un silencio enriquecedor. Un silencio que decía millones de cosas. Decía ese silencio que eran justos merecedores de él, esos ancianos se lo habían ganado por derecho propio. Y es el mismo silencio que ahora reside entre mis abuelos maternos, en su respectivos nichos. Juntos, como ellos quisieron estar y como quisieron seguir una vez su efímera vida acabó.
Ese silencio es lo que Haneke intentó retratar en una de las películas más incómodas y duras que recuerdo. «Amour» es hacer una raja en el tórax de una relación de ancianos y enseñarnos con todo lujo de detalle las tripas y los órganos. No escatima en detalles, ni en intimidad. Amour es darte cuenta de que el amor real no es algo colorido y maravilloso que nos hace oler más las flores.
El amor real consiste en, precisamente, saber luchar contra el insistente martilleo que provoca nuestra vida cuando se empeña en acabar con algo. Y no será lo suficientemente compensatorio iniciar esta cruel lucha hasta que no encontremos una persona que merezca el esfuerzo. Llamadla media naranja, llamadla simplemente ella. Llamadla como queráis pero sed conscientes que lo único que quedará en cierto momento será eso, un absoluto silencio.
Por eso la cámara de Haneke, fría como el hielo, se limita a pasear por esa casa alarmantemente vacía hasta encontrar a los dos enamorados en un rinconcito de su cocina. Siempre están en un rinconcito de una mansión gigantesca. Será porque, llegado cierto punto, se es consciente de lo que se necesita en la vida y de lo que no. Pero lo más increíble de este clásico instantáneo es su capacidad para transmitir ese loco amor sin palabras. Con garbanzos y con pañales para la incontinencia urinaria.
La protagonista de Amour, sin entrar en demasiados detalles, sufre una demencia senil progresiva terrible. La causa más impactante y directa es la de la pérdida total de su ser. Si no queda nada de ella más que el envoltorio, ¿por qué su marido permanece a su lado cada segundo y cada instante? Será por la esperanza de encontrar un momento de ella, aunque sea un minuto. Será porque en el fondo su mundo no es mundo sin ella. Será porque es uno de esos valientes a los que la palabra “efímero” les suena a excusa barata.
Porque es muy fácil estar junto a alguien mientras es joven, guapísima, esbelta. O escritora, risueña, simpática. O bonachona, activa, impasible. O morena, rubia, pelirroja. Pero decía esta escritora de la que os hablaba antes que todo tiene un fin. Entonces, ¿Qué ocurre cuando todas estas cualidades se esfuman en parte o completamente? Que solo queda el amor, el real según Haneke.
Aquellos que se quedan ahí, aun a riesgo de obtener cicatrices de por vida, son los únicos valientes que se ganan el derecho de ser visitados por ese ansiado silencio agradable. El mejor de los silencios. Larga vida a lo efímero de la vida.
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