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«La huesuda» de Ariel Rot: Cuando los maestros no tienen respuestas

En la promoción de la gira Uno de los nuestros –esa huida hacia adelante que se ha inventado Warner y que junta a Ariel Rot, Loquillo y Leiva– Rot comentó que Leiva se encargará de las chicas, Loquillo de predicar la doctrina del rock y él de elegir un buen vino. La frase pasó inadvertida, pero dice mucho de la visión que hoy tiene Rot del rock. Es una versión del sexo, drogas y rock and roll para un tipo de 53 años. Esa visión queda clara en La huesuda, el decimoprimer álbum en solitario del argentino, publicado hace tres meses.

La huesuda comienza ajustando cuentas con el pasado: una revisión, 29 años después, de Debajo del puente. En esos 29 años, Rot ha formado parte de una de las mejores bandas de rock en castellano, Tequila, y de la que probablemente fuera la mejor: Los Rodríguez. Aquella asociación con Calamaro permitió a Ariel convertirse en algo más que un maestro de la guitarra. El sello de esa simbiosis sigue vigente en los discos de Rot y –que nadie se olvide- en los de Calamaro. Debajo del puente suena actual, con una letra poseedora de una extremada vigencia. Rot escupe las palabras orgulloso de ello.

La huesuda es Ariel Rot preguntándose si con 53 años puede hacer un rock and roll creíble. Duda, se muestra nostálgico, apasionado o irónico. Siempre termina cediendo la palabra a su guitarra. Entonces no hay dudas: con 53 años se puede hacer un rock and roll creíble. Aunque el piano cobra un protagonismo inusitado, aparece en la mayoría de canciones, sigue siendo la guitarra la que emite el veredicto y sienta cátedra.

El piano y la guitarra. La segunda canción se titula Para escribir otro final. Rot se sirve de piano y arreglos de cuerda –sobresalientes en todo el disco- para dibujar una atmósfera arrebatadora. La tensión va subiendo. Hasta que llega la guitarra y, como decíamos, dicta sentencia. Hay dos solos: uno no llega a los diez segundos y el otro alcanza el medio minuto. Son los Alpes en esta canción: la guitarra sube, se queja y llega al fondo del asunto. La guitarra de Rot juega con adjetivos que parecían propiedad de la garganta de Otis Redding. Tres, cuatro acordes, no más. Rot es uno de los pocos guitarristas que obligan a abrazar con pasión a una escala pentatónica.

Por el mismo camino corre Puro frenesí, otro medio tiempo con el piano como invitado. Con un aroma blues más marcado que en Para escribir otro final, suenan reminiscencias de aquel estilo que hizo imprescindibles a los Stones: historias narradas por perdedores románticos, blues decadente cantado por chicos guapos, que alcanzó la perfección en You got the silver o Loving cup. En puro frenesí aparece el soul, el gospel y todo lo que Rot ha vivido.

Rot ha comentado que algunos músicos tienen vocación de solistas y otros se sienten resguardados al calor de una banda. Él se convirtió en solista, dice, a la fuerza. Comenzó a cantar obligado. Esta situación queda patente en el uso que hace de su voz y de la guitarra. Pese a haber desarrollado un estilo vocal singular y efectivo, siente la necesidad de dar rienda suelta a su guitarra para terminar de dar en el clavo. Es como si se esforzara por cantar lo que siente, y hasta cierto punto lo consigue, pero llega a un momento en que los dedos comienzan a trotar. Arquea las cejas, entendiendo que ha vuelto a pasar. Su guitarra ha vuelto a dar en el clavo. Ha vuelto a partirnos la cabeza con dos o tres golpes.

La tercera gran canción de La huesuda es Mil palabras sucias al oído. Otro medio tiempo, esta vez nieto de Burt Bacharach. De nuevo unos arreglos exquisitos en cuerdas y vientos. Pero lo más interesante de Mil palabras sucias es el matiz irónico que introduce Rot en versos como:

Qué pronto sale el Sol
Parezco de cartón

O

No abras el ventanal
¿No ves que me hace mal?

Encaja la ironía en el contexto sonoro que antes ha utilizado para cantar sobre la tristeza. Esa es una de las claves de La huesuda: la autoparodia como respuesta a esa pregunta que sobrevuela el disco. Se le hace larga la noche, ya no aguanta. Pero sigue viviendo de noche. Rot encara la pregunta sin rodeos en Nunca es tarde para el rock and roll. Aunque el título es tajante, parece que el argentino no saca la conclusión hasta que termina la canción. Tras versos como:

No quiero ser prisionero
De este mundo insensato
Yo conocí el terciopelo

Ahora váyase a la mierda un rato
No me descalifiquen
Antes de que acabe esta canción

No me sacrifiquen
Nena, nunca es tarde para el rock and roll

Esencialmente, el rock es expresión, no un estilo de vida estereotipado, le soltó Patti Smith a Diego Manrique. Rot ha llegado a la misma conclusión.

Del resto del disco destaca el humo, un ecosistema jazzy natural de Sudamérica, que desprende Te esperaré acompañado. Si hablábamos de ironía no podía faltar Andy Chango, que aporta su voz y esa autoindulgencia yonki tan propia de su discurso. Sudamérica o, mejor, esa mezcla que bate rock y tradición sudamericana, está presente en la canción que da nombre al disco, en En los últimos cien metros y en Se va…El sello Calamaro se vuelve explícito en Rubias de NY, versión sosegada de Victoria y soledad.

Ariel Rot es un gran músico, capaz de tocar cualquier estilo y cualquier instrumento. Un Paul McCartney con menos Olimpo bajo los pies. En sus discos, ese talento se convierte en un arma de doble filo: hay tantas corrientes, tantos caminos, que sus álbumes no son redondos. La huesuda padece la misma dolencia. Hay cuatro o cinco canciones mayúsculas. Esos medios tiempos que funden dudas e ironía. Pero el todo no es consistente, es demasiado disperso. No hay malas canciones: cuando todo se vuelve oscuro la guitarra le saca del embrollo, pero La huesuda se hace largo. Una mayor profundización en los puntos fuertes de este disco supondría una obra maestra en su madurez. Hasta entonces el dandi beberá vino y sus dedos hablarán de hacer rock con más de 50.

Santos Martínez Álvarez

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