Vivimos en tiempos tan política y socialmente convulsos que si no satirizáramos la realidad sirviéndonos de la ficción la situación sería insostenible, verdaderamente asfixiante. Con ese propósito llegó, a principios de 2014 y casi por sorpresa, una película que subvertía el género de espionaje y agentes secretos haciendo gala de un sofisticado humor negro y paródico (sin llegar al territorio de la spoof movie), distinción brithis y violentas y estilosas escenas de acción. En los anales de la historia del género siempre se recordará esa iglesia donde Matthew Vaughn, su director, retrataba mediante un virtuoso plano secuencia ese estallido de violencia donde sangre, exceso y elegancia, compañeros otrora impensables, se daban la mano para sellar una personalidad cinematográfica única. Se llamaba Kingsman: Servicio Secreto, y la protagonizaban Colin Firth, inimaginable agente secreto, y un desconocido Taron Egerton, que daba vida a Eggsy, un turbulento joven ingles que gracias a Kingsman descubre sus habilidades ocultas. Como olvidarme de ese megalómano y caricaturesco villano interpretado por Samuel L. Jackson, que intentaba acabar con la humanidad aprovechándose de nuestra dependencia tecnológica y la violencia inherente al ser humano. Todo era un auténtico delirio pop comiquero.
Tres años después me acerco al cine cargado de expectativas (malas compañeras de viaje para la decepcionante travesía cinematográfica que está siendo este 2017) para comprobar que poco o nada queda de aquella primera parte. Todo resulta repetitivo, previsible, excesivo y el abuso de lo digital hace que su estilo resulte impostado. Sin duda es más grande: hay más presupuesto, más y mejores actores y más acción; lo que no hay es un guión ni ideas que desarrollar en sus estirados y eternos 141 minutos de metraje. La trama es un calco de la primera: los Kingsman deben acabar con una organización criminal que infiltra en los productos que vende un material o sustancia que afecta a quien lo consume (un teléfono móvil en la primera, drogas en ésta, que sirven para esbozar una torpe crítica acerca de su consumo y la discriminación social). Existen algunas pinceladas de cambio: la líder de la organización se trata de una dulce, kitsch y maníaca villana incorporada por Julianne Moore, plenamente entregada a la causa; y los Kingsman se ven obligados a pedir ayuda a sus primos americanos, los Statesman.
Uno a uno, cada uno de los Statesman desfila en pantalla, pero el único que tiene verdadero protagonismo es Whiskey (Pedro Pascal). Hay demasiados personajes en una continuación que se empeña en ampliar su universo, cuando debería haber centrado sus esfuerzos en profundizar en la organización de agentes británicos. Por lo tanto, los únicos que gozan de un arco dramático son el personaje de Colin Firth, aunque la explicación de su resurrección resulte inverosímil y forzada y su desarrollo lastre la fluidez de la narración; y de Taron Egerton, al que han domesticado buscándole una relación romántica, con la consabida pérdida de su pillería y mordacidad. Las escenas de acción siguen siendo únicas y de una técnica envidiable, apoyándose en esos movimientos de cámara que te hacen vivir la acción casi en primera persona, los interminables planos secuencia (digitales, eso sí) y el efecto de acelerar o ralentizar la imagen. Destacan especialmente la persecución inicial y la acción de su clímax final, pero su potenciada estética de videojuego y esa necesidad de igualar continuamente el delirio eclesiástico de la primera juegan en contra de su frescura y verosimilitud.
Si Kingsman: El círculo de oro fuera la primera, estaría alabando sus cualidades; el problema es que su precedente era demasiado bueno, una rara avis quizás. Matthew Vaughn ha olvidado algunos aspectos fundamentales que hacían funcionar a la original: el equipaje dramático que cargaba Eggsy, la sofisticación y misterio que rodeaba a la organización de agentes o la tensión e intriga de sus pruebas. Todo se ha perdido en pos de sobreexplotar el humor y la violencia, cada vez más exagerada, sobrepasando los límites de la suspensión de la incredulidad y del humor negro para rayar el mal gusto: momentos como los de la picadora de carne, el dispositivo de seguimiento o los protagonizados por el personaje de Elton John vienen a confirmar que lo que funciona en una viñeta no tiene por qué hacerlo en el lenguaje audiovisual. Por mi parte nada más que añadir sobre la nueva Kingsman. ¿Os he dicho ya que las escenas de acción son impresionantes? Pues eso.
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