Parece mentira, pero 22 años han pasado ya desde que el Rey Midas de Hollywood sorprendiera al mundo entero con la primera entrega de Jurassic Park, una saga de películas que en mi casa se ha convertido como en una especie de ritual ver, como mínimo, un par de veces al año, al igual que sagas como La Momia o Indiana Jones. ¿Por qué? Se trata de películas que tienen el alma del cine de aventuras en su concepto más puro, repletas de acción y emoción pero supliendo la carencia de presupuesto o de medios con ejercicios de imaginería dignos de admirar, además de incluir héroes de aventura duros y estereotipados pero extremadamente carismáticos que consiguen con una simple mirada la complicidad del espectador. Son películas con guiones sencillos y rebosantes de frases lapidarias, pero tremendamente entretenidas, efectivas y con un gran componente nostálgico, sobre todo ahora que son vistas desde el prisma de un adulto.
El otro día revisione con una amiga Jurassic Park. Previamente me había enviado un mensaje emocionada comentándome lo mucho que le había gustado Jurassic World; eso sí, no había visto ninguna de las entregas anteriores. Yo le comente que seguramente estaría muy bien pero que era imposible que consiguiera igualar a la original, por lo que, sufriendo una febril dinomanía, vino a mi casa y disfrutamos del visionado. Volví a disfrutar como un crío con esa llegada al parque al compás de la música de un imprescindible John Williams absolutamente pletórico, volví a poner la misma cara de asombro de Alan Grant con la primera aparición del Brachiosaurus y sentí la tensión ante el acecho de los velociraptores, letales y con un aire mafioso y de mala leche, como tiene que ser. Sobre todo disfrute de una escena, para mí sin discusión la mejor de la película, donde Spielberg desarrolla un ejercicio de tensión, terror, desconcierto y desasosiego notable, al ritmo de unas pisadas y la formación de unos círculos concéntricos en un vaso de agua que alertan de la monstruosa tormenta que se les viene encima a los protagonistas. Esta escena, por si sola, vale más que toda Jurassic World.
Finalmente mi amiga acabo sorprendida y sacudida por una demostración de la existencia de la magia y la capacidad de asombro del cine, y eso que venía de haber visto un festival de dinosaurios.
Jurassic World es una Jurassic Park 2.0, una puesta a punto de las claves de la primera que, a falta de sorprender, mete más dientes y acción; mientras que en la original solo habían 17 minutos de dinosaurios esto es un ir y venir continuo de criaturas prehistóricas en el que no existe tensión ni capacidad de asombro pero si mucho oficio.
Su director Colin Trevorrow, alumno aventajado de Spielberg, se molesta tanto en homenajear continuamente a su maestro (en ocasiones plano a plano, como en la escena del helicóptero) que se olvida de desarrollar un estilo visual propio, por lo que nos preguntamos si la autoría del filme pertenece a Trevorrow o a un Spielberg en horas bajas, o mejor dicho, el de los últimos años. No hay tensión en las escenas y cuando ésta aparece es resuelta de forma patosa, resultando un mero espejismo de la primera parte. Todo suena a mil veces visto, por lo tanto hay que elevar el nivel de la acción. La película es un auténtico parque de atracciones del entretenimiento que gustara a los más pequeños en su primera toma de contacto con los dinosaurios y a los más mayores nos invadirá de nostalgia, un componente con el que sabe jugar a la perfección.
El parque por fin abre sus puertas y tiene muchos puntos fuertes que la convierten en una de las películas del verano y en la mejor secuela de Parque Jurásico junto a El Mundo Perdido, como la idea de ver el parque abierto y operativo, tener a Chris Pratt y a un director que trata con seriedad y respeto el producto o la capacidad de seguir maravillando, sobre todo a los más moñas como yo. A falta de impresionar: dientes (o Indominus Rex) que es lo que les jode. O Mosasaurus, que es de lo mejor de la película (lastima que los tráiler, como siempre, se carguen toda la sorpresa).
Tiene personajes totalmente desaprovechados y desdibujados como el interpretado por Vincent D’Onofrio y un guión en el que podría nadar el Mosasaurus a su antojo porque hace aguas por todas partes: raptores amaestrados como si fueran la oveja Dolly, chica sometida a un guión muy machista que da lugar a escenas ridículas como cuando corre delante de un T-Rex en tacones (Usain Bolt ya ha llamado a Bryce Dallas Howard para encargar unos) o el tema del uso de los dinosaurios como arma por parte de InGen que repite el esquema de casi todas las películas y resulta confuso e inviable. Pero el guión es lo de menos cuando uno va a ver una película de dinosaurios, paga el billete y se sube a esta atracción, tan aparatosa y ruidosa como emotiva y necesaria.
Adolece de algunos de los males del cine comercial moderno pero tiene el alma y la esencia del cine aventurero clásico, el de la selva, los exploradores y el temor a lo desconocido, que por desgracia no vemos hoy en día. Posiblemente la mejor película de aventuras desde el King Kong de Peter Jackson.
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