“Irrational man” es una película menor en la filmografía de Woody Allen. Y no, no intento jugar con la contradicción y hacer un juego de palabras, Dios me libre de juguetear en esta reseña con la forma y el estilo. No, sigo afirmando que no estamos hablando de un Allen menor, sino que su película lo es. Porque la autoría de Irrational Man corresponde, ahora más que nunca, al Allen escritor y al mejor de todos ellos: autocrítico, auto-reflexivo y auto-todo.
Aunque en este párrafo… en este párrafo sí me apetece jugar con la forma. Una realidad absolutamente inhóspita nos ha llevado a convertirnos en cretinos que necesitan ser más inteligentes que nadie porque han nacido en las mejores condiciones y en lugares sin guerras de tiempos tardíos. Como si leer mucho fuese algo loable, los héroes de nuestros tiempos que no leen para ellos mismos sino para los demás. Lo absurdo de la existencia nos corroe el alma, internet, por ejemplo, nos abre el enorme apetito de ego y perdemos nuestra voz, si alguna vez la tuvimos, para poder llegar al mayor número posible de desconocidos. Nos convertimos en putas de la palabra.
Mejor volvamos a la realidad y hablemos claro, apartemos la forma un poco pero sin nunca abandonarla, que la forma al fin y al cabo nos hace follables y ser follables es algo que mola un pasote, sobre todo si tienes una panza tan hipnótica como la de Abe y sigues siendo insultantemente atractivo. Lo que decía, que no digo yo que las cosas no deban ser bonitas, que la reflexión no sea necesaria y que haya que intentar buscarle el sentido a la existencia misma, pero una cosa es esa y otra es pensar que se es demasiado inteligente como para ser feliz.
Las palabras son las armas más poderosas que existen en el mundo, y las de Abe están cargadas con veneno. Por eso una desquiciada Emma Stone, cuyos dos ojos se mueven de forma independiente (como un camaleón que te pone muy burro), no es capaz de refutar las teorías moralistas sobre un asesinato aun sabiendo muy bien qué le intenta decir su instinto: matar está mal. Tan simple como eso, y no tan complejo como eso otro.
Eso es lo que le pasa al protagonista de Irrational Man, al abismal y deliciosamente estropeado Joaquín Phoenix, que se ha pasado toda su vida pretendiendo ser más inteligente que nadie mediante la literatura, la filosofía y los escritores rusos, sin saber que llega un punto de la vida en el que tu cabeza madura, reposa, se cansa y ya decide que lo siente, pero que hasta aquí hemos llegado.
Mirad, soy el cerebro de Abe:
No será que no te lo llevo diciendo un tiempo, deeeeja de leer a Kierkegaard y búscate una puta novia. Aunque sea tan pedante como tú joder. O escribe un libro de amor normal o yo que sé, algo que no requiera estar absortos y mirando por una ventana durante dos años para llegar a conclusiones inútiles sobre un punto de vista de la realidad que te haga sentir durante un tiempo muy limitado que estás vivo. ¡Mira! ¡Mira como me haces hablar! Es que ya me duelo un montón tío. Fíjate cómo será la cosa, que cada vez que veo el agua pienso en lo interesante que sería que me apagases. ¡Que no te soporto, petulante de mierda, y soy tú!
Y ya que estamos, decirte que el existencialismo real surgió por una necesidad ante desastres como la primera guerra mundial, no porque te dejase tu novia, que pareces retrasado.
Irrational Man habla, en esencia, del exceso de formalismo frente al escaso contenido en el mundo artístico (hola Araceli), usando como medio de transporte el ámbito puramente filosófico (hola Irene). Es una película compleja en sus matices, pero a la vez una oda a la simpleza, un grito a lo esencial, una carta de amor a lo necesario del instinto. Es también una lanza afilada al escepticismo, afilada pero creada con mucho esmero y cariño, como si en el fondo Woody Allen sintiese nostalgia por ella.
O lo que es lo mismo, Allen se refleja en la caricatura de filósofo deprimido y adulto como su “yo” más hundido, crea un personaje inocente y joven (aburrida de lo normal de la vida) que se empapa de ese falso envoltorio, para finalmente acabar lanzando la moraleja aplastante: para el que es infeliz con lo cotidiano de la vida, lo cotidiano nunca le llena, y la alternativa, el arte o la ciencia, tampoco. Pero como Abe es tan cobarde y egoísta que ni siquiera puede quitarse la vida -eso sí, suelta un rollo muy poético sobre ahogarse- pues se la quita a otro para ser feliz. Brillante.
¿Qué acabo de decir? Algo que claro del todo no tengo, no os vayáis a pensar. Al fin y al cabo yo no he leído mucho de Sartre o Dostoyevski (“Crimen y castigo” sí, y esta es ya la tercera vez que Allen la usa de referencia) y nada de Heidegger o Hannah Arendt. Pero capto perfectamente que el mensaje al final se bifurca en dos puntos de vista diferentes, el de ella y el de él, que arranca en una brillante escena donde escuchan atentos una conversación ajena, y que llega al mismo punto, a lo hilarante de una muerte en ascensor que nada tiene de estilizada, a ese humor tan corrosivo de Allen.
El verdadero artista, el que habla desde el corazón, no usa el arte como vía de escape ante la vida, la usa como vía de entrada. La usa para ensalzarla o para destruirla, pero nunca para evitarla. No, definitivamente, este no es un Woody Allen menor.
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