Diez años han pasado desde que Mel Gibson se asomó por última vez a la cartelera desde la silla de dirección. Una larga década en la que el brillo de su estrella se ha ido apagando hasta el punto de ser ninguneado por la industria, alternando apariciones esporádicas en películas de serie B con escándalos perpetrados al amparo del alcohol y la violencia; malos y turbios compañeros de viaje para la depresión, que nos han privado de poder disfrutar de un director excepcional.
Aunque Gibson solo ha participado en la escritura de guion de sus dos proyectos más personales, La pasión de Cristo y Apocalypto, presenta un leitmotiv en toda su filmografía que hace que sus obras adquieran rasgos autorales, utilizándolas como refugios de la realidad y medios de redención. En Hasta el último hombre es fácil ver una proyección de su propio ser a través de la figura de Tom Doss (Hugo Weaving), padre alcohólico, violento y atormentado por los demonios de la Gran Guerra; mientras que el protagonista de la historia, Desmond Doss (Andrew Garfield), representa todo aquello que le habría gustado llegar a ser: un hombre de moral férrea, profundo sentimiento católico y humanidad desbordante. Se trata de un ejercicio de autoconsciencia, que alcanza puntos verdaderamente desoladores en la secuencia nocturna de la trinchera, cuando Doss le relata a su compañero uno de los episodios violentos en el que estuvo a punto de acabar con la vida de su padre. “Pero no lo mataste”, afirma el compañero; “en mi corazón si lo hice”, responde Doss en un intento de Gibson por extrapolar el dolor de sus propios hijos.
El guion acierta al dividir la película en tres actos perfectamente diferenciados, que funcionan como micropelículas entre las que existe un fuerte contraste. La primera parte se trata de un drama romántico de corte clásico, encargado de retratar la perfecta e inocente historia de amor entre Desmond y la enfermera Dorothy (Teresa Palmer) en un ambiente idílico en el que ya se empiezan a ver retazos del infierno de la guerra, encarnados por el padre del protagonista. En el segundo, la película abraza el cine bélico centrado en el entrenamiento militar y desarrolla los problemas a los que se enfrenta Doss al no estar dispuesto a empuñar un arma. Un episodio repleto de tópicos en el que la crítica ha confundido la ingenuidad y la nobleza impostada de Doss –el momento “me he caído durmiendo” suena a broma de una sitcom- con el patriotismo del que hacen gala personajes como el interpretado por Vince Vaughn, que parece imbuido por el espíritu de Clint Eastwood en El sargento de hierro. Es en su tercera parte, centrada en la batalla de Okinawa, donde el film muestra sus verdaderas virtudes. Gibson no se centra en retratar la contienda como un acto heroico sino en mostrar su verdadero horror; porque si la guerra es el infierno, hay pocos directores que se muevan tan bien entre las llamas. Más allá de los consabidos maniqueísmos (los estadounidenses como centinelas de la libertad y defensores de una causa justa frente a los malvados japoneses), la intención de Gibson es la de sumergirnos en la batalla y vivir el miedo, desasosiego y desconcierto que sienten los soldados. Para ello, el realizador americano dirige las escenas con el pulso del mejor cine de terror, con un hábil manejo de la intriga y dejando de lado la banda sonora, convirtiendo los gritos, los lamentos y el sonido de las balas en aliados para escenificar un paisaje terrorífico; además, rehúsa de grandes planos generales, apoyándose en planos medios y travellings, que nos sitúan junto al resto de soldados como si de una cámara subjetiva se tratara.
Hasta el último hombre es lo mejor que se ha hecho en el género bélico desde Black Hawk Derribado y Hermanos de sangre; una de las visiones de la guerra más reales, descarnadas, terroríficas y viscerales que he visto. Afortunadamente, Mel Gibson ha vuelto. Y de qué manera.
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