Es difícil hablar de un amigo que se suicida por dos razones. La primera razón es que el suicidio está visto como una derrota. La segunda razón es que no era mi mejor amigo. Estas razones parecen de por sí suficientes, pero en el fondo lo son aún más. Me explico: por si fuera poco tampoco era muy buen amigo suyo. Por si fuera poco, las dos últimas veces que nos vimos tampoco me llevé una buena impresión de él.
Recuerdo una de esas impresiones (o tropiezos) que nos gusta definir como decisivos. Recuerdo que salíamos del Centrofama. Recuerdo más cosas, por supuesto: recuerdo reírnos juntos y de repente ver en su cara un gesto raro, torcido. En un momento de la tarde me miró y me dijo, aún riendo, que estaba harto, pero no harto de la crisis, ni de la recuperación económica, ni de la educación, sino harto de todo, y que se iba a morir si esto no paraba de una vez.
Yo entonces lo dejé correr, no porque no le creyera entonces o le crea ahora sino porque me pareció una pose tan dramática como ensayada, otro comentario más con ganas de llamar la atención (por una parte, como averigüé más tarde, sí era un gesto con ganas de llamar la atención; por otra parte, como averigüé más tarde, también es cierto que no fue el último). La verdad es que por aquel entonces no le hice caso; en otras palabras: recuerdo aquel gesto torcido porque por aquel entonces sencillamente pensaba lo mismo; dicho de otra forma: supongo que en aquel momento simplemente le di la razón.
Hace una semana me enteré de lo que le había pasado. Salí de casa hacia Gran Vía, como si quisiera desbloquear el camino recorrido bajo su sombra meses atrás. Ahora era yo el que tenía el gesto raro, torcido. Durante el camino pensé en muchas cosas. Pensé en el fracaso de la educación que habíamos recibido (que no nos prepara a la vida profesional como debería, o que no nos prepara para la vida, directamente). Pensé en la crisis, en los gobiernos que sucederán al actual y en los ciclos económicos. Pensé, qué mierda es esto de tenerle miedo a la muerte toda tu vida que al final acabes tan asustado por la vida que prefieras terminar tú con ella, y pensé todo esto no porque pensara que el suicido es una derrota, sino porque pensaba y sigo pensando que el suicidio es una derrota pero que no es en absoluto una derrota de cobardes.
Y entonces lo entendí, como si fuera una revelación, una de esas impresiones (o tropiezos) que nos gusta entender como decisivos al mirar atrás. Entendí que mi amigo se había equivocado en lo de que se iba a morir porque lo cierto (y ahí se había equivocado de lleno) es que aquello era absolutamente falso: todos nos vamos a morir, se pase o no se pase la crisis, cambie o no cambie el país, o el gobierno, o la educación. Y sí, también le di la razón a mi amigo (que nunca había sido mi mejor amigo pero que ya había llegado a la misma conclusión que yo meses atrás): todos estamos hartos, y cansados, cansados de ver el futuro negro, pero al mismo tiempo el desánimo es un sofá muy cómodo y peligroso en el que sumergirse. La broma se ha terminado, decidí en aquel momento. Todo esto no será una derrota.
Ojalá hubiera podido decirle todo esto a mi amigo (aunque no fuera mi mejor amigo y aunque sea difícil hablar del suicidio). Aún así te lo digo ahora, desde la distancia, aunque ya no sirva de nada, aunque sepa que ya no puedes oírme: te echo de menos, pero también te equivocaste. Cabrón. Donde quiera que estés.
No Comments