A todos nos ha pasado alguna vez (o muchas), ponernos profundos, disfrutar de la soledad, retirarnos a pensar con los patos en La Seda. Venga va, que sabéis de lo que os hablo, que si alguien escuchase vuestros pensamientos en esos instantes posiblemente tendría material para escribir la secuela de «El diario de Noah». Ya sabéis, la búsqueda de la revelación de alguna cosa que no tenemos ni puta idea de qué cosa es.
Y precisamente, una de las cosas más curiosas que tiene la vida es la de elegir los momentos más inesperados para mostrarte las revelaciones más sorprendentes. Dichas revelaciones son, en realidad, reinterpretaciones de nuestras vivencias cuya diferencia es directamente proporcional a nuestra inquietud. O a nuestra infelicidad, que también nos obliga a buscar alguna cosa que no tenemos ni puta idea de qué cosa es, pero que siempre es una cosa triste sobre la que nos regocijamos para ponernos aún más tristes, hasta descubrir que esa tristeza es placentera y hasta atractiva, sexualmente y todo.
Esto puede suceder de diversas maneras y puede tener o no relevancia (mis revelaciones casi nunca la tienen). Por ejemplo: Una vez estaba yo paseando paralelo al Río Segura, casi a la altura del hospital Reina Sofía, cuando escuché a varios árabes gritar como descosidos. De forma casi inconsciente me acojoné durante unos segundos –lo juro, a lo mejor dos, o tres como mucho- como si una bomba fuese a estallar. ¿Estaba siendo racista? Pues claro que lo estaba siendo, estaba siendo la hostia de racista.
En otra ocasión, mi depresión era tan aguda que, sin saber exactamente por qué, me lancé a asistir a un evento en el que C´mon Murcia! participaba. Se celebraba en Espacio Pático y quería ir solo, porque ir solo era algo que me daba verdadero pavor social. Y mira tú por donde, ahora escribo aquí. E hice amigos y algo más, y ahora solamente estoy medio deprimido en vez de completamente deprimido, una ganga vamos. Menuda revelación de mierda, lo sé, pero escuchad atentos porque esa no es la cuestión, la cuestión es otra diferente:
¿Por qué esos hechos particulares, tan aleatorios y poco significativos, se quedaron tan grabados en mi memoria? Porque para una mente inexperta esas eran sensaciones nuevas. Una revelación, al fin y al cabo. Pero lo importante es que yo estaba atento a todo, observando, solo conmigo mismo. Mi entorno era mi único compañero. Por tanto, juventud e inexperiencia… esas son las deprimentes claves para ver lo revelador de la vida.
Para encontrar revelaciones se ha de mirar. Y ya está, así funciona el mundo, con interpretaciones diferentes de la misma realidad. Todo, absolutamente todo, es tan simple como eso. Para un científico, un árbol es un ser vivo que respira mitocondrialmente a través de sus células ecuariotas. Para un escritor, es el lugar donde el viento mece a los enamorados hasta su encuentro cuando la inocencia aún permite usar la palabra amor sin hipocresía ni dolor. Para mí, es el lugar donde quiero que mi historia cobre vida.
Pero en el fondo, un árbol es solamente un árbol.
Lo que ocurre en «La Gran Belleza» de Paolo Sorrentino y su –obligatorio- discurso cinematográfico, es que te estás preguntando qué está ocurriendo exactamente durante dos horas y veinte minutos de imágenes bellas que juegan con una iluminación casi mágica, para en los últimos dos minutos revelarte que lo que está ocurriendo es, precisamente, nada.
Porque esa es la vida, según Sorrentino, una gran mentira que nosotros mismos conformamos. Y muchísimo me temo que sí, que está en lo cierto.
Jep, el protagonista de La Gran Belleza, busca una revelación de una cosa que no sabe qué cosa es. Pero lo que también ocurre cuando uno se hace mayor es que descubre qué cosa NO es, porque tal vez ya haya encontrado alguna cosa que sí es pero que lamentablemente no podrá volver a ser. Esto puede llamarse también obsesión, y ser mentira claro. No, de hecho, ya os digo yo que es mentira porque ya os he dicho que todo lo es.
Es solo un truco, repite dos veces un mago en la pantalla. Es solo un truco, repite por tercera vez mi acompañante a mi oído.
Y entonces escucho cómo Jep, en el único momento que él creyó percibir como real a lo largo de su vida como escritor, me revela algo tan inútil como precioso:
Todo acaba igual, con la muerte. Pero primero estuvo la vida, escondida tras el bla, bla, bla, bla… Más allá, está el más allá.
Yo no me ocupo del más allá, por lo tanto, que comience esta novela.
En el fondo… es sólo un truco
Sorrentino nos suelta una película cuyo 98% es paja bonita, pero de mentira al fin y al cabo. Yo os suelto un rollo sobre las revelaciones que poco o nada tiene de real. Me ha dado envidia su tramposo juego del despiste.
¿Y cómo aceptas que, en el fondo, un árbol es solamente un árbol? Lo que intento decirte es que no tienes que hacerlo, que morirte te tienes que morir igual, que los trucos no son algo real, pero qué importa eso cuando lo que deseamos es encontrar lo bello del mundo.
¿Entiendes ya cómo aceptarlo? Si eres un pintor, mintiéndote a ti y al resto del mundo con tu cuadro de mentira. Si eres Sorrentino, haciendo una película de mentira tan petulante e irritantemente brillante como La Gran Belleza, si eres escritor, narrando mentiras sobre las mentiras de la vida, si eres científico, inventando mentiras universales que nadie pueda refutar…
Aceptarás que en el fondo un árbol es solamente un árbol, cuando aceptes que mentir y mentirte también es bonito. De hecho, puede que mentir sea lo más bonito que hay en esta vida de mentira...
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