Los futuros espectadores nos arremolinamos frente a la barra que Alhambra, organizadora del concierto, ha preparado para agasajarnos con un tercio gratis (o incluido en el precio de la entrada, como cada uno prefiera pensar) con el folleto en la mano que nos proporcionan. En él viene una descripción exhaustiva de las canciones que vamos a escuchar durante el concierto y la historia detrás de ellas. Ambos detalles satisfacen a los presentes.
Una vez dentro, pierdo un poco la magia de la sorpresa cuando el Niño de Elche aparece en chándal debido a aquella fatídica crítica de la Bienal que casi todos hemos leído. Los presentes se ríen al ver su figura en calzoncillos, pero la verdad es que en mí no despierta comedia. No creo que sea esa su intención tampoco. Quizás intenta hablar del artificio. De cómo se prepara uno para embutirse en ese traje físico y metafórico al salir al escenario y de su relación con el hermético mundo del flamenco, tan dado a la norma, la estética y, por tanto, a la artificialidad. Tampoco quiero darle mayor importancia.
El hecho es que se arranca a cantar y tras una primera canción relativamente arriesgada, en la segunda todos pueden ver un poco de qué va a ir esto. Me recuerda (no puedo evitarlo) a su paso por Exquirla. La idea me asalta la mente sin contemplaciones, no sólo por cómo juega con su voz como si de un instrumento más se tratase, ni por la distorsión o los efectos, si no porque les vi no hace ni un año y también en un Momento Alhambra. Por fin habla, y su discurso me suena algo presuntuoso a veces. Sobre todo al hacer referencia a lo de la Bienal y al mundo del flamenco. A veces pierdo el hilo porque, sinceramente, me da igual. Creí que este concierto estaba más enfocado a aquellos que no sabemos distinguir una malagueña de una petenera y, me perdonen los ortodoxos (o no), tampoco nos importa en absoluto.
Yo he venido aquí a que me toquen por dentro y de momento no lo consigue, ni con la intro gregoriana. La falsa saeta parece que va a hacerlo, pero la segunda mitad, totalmente rupturista para con la primera, me saca totalmente de nuevo. Y de nuevo viene otro discurso demasiado largo que no consigue centrar mi atención. Empieza a, joder, aburrirme. Y eso es algo imperdonable para quien se sube a un escenario. O quizá no. Recita a Noel pero mal. La vanguardia es arriesgada al fin y al cabo. Corres el riesgo de pasarte demasiado y acabar provocando cejas levantadas entre el público. Durante todo el concierto algunos van más lejos y se levantan de cuerpo entero y abandonan el Teatro Circo. Por fin vuelve a encauzarse un poco en las distorsiones y un demoledor punteo de guitarra, a cuyo artífice ni siquiera ha presentado, quizá por olvido. O quizá no.
El siguiente discurso, otra vez algo largo, sí que es interesante y vuelve a tener mi atención. Vuelvo a estar en el concierto. Un fandango muy clásico y correcto, un momento cabaré muy chulo, una canción de Juan el Camas. Todo bien aunque, de nuevo, nada me toca por dentro. Soy un mero espectador y empiezo a mirar de soslayo el reloj. Para finalizar se atreve con La Bomba Gitana, pero sin la décima parte de la potencia y el carisma que tenía la faraona se queda en un petardo a la puerta del colegio el Día de Todos los Santos.
Salgo sin tener muy claro que me ha parecido el conjunto. Ni una de cal ni otra de arena, algunas canciones me han gustado mucho, pero no sé si han merecido la pena. Desde luego no lo ha hecho si pienso en los 18 euros de la entrada. Así que entiendo perfectamente al Jachúa, un amigo amante y entendedor de verdad del flamenco que ha salido un poco horrorizado del show, cuando se acerca a la barra a preguntar si «al menos» le pueden dar otro tercio. Se queda con las ganas, y creo que eso resume un poco también lo que yo he sentido o, mejor dicho, lo que no he llegado a sentir.
Lo bueno es que al menos no va a rajar de mí como un niño enrabietado en la próxima ciudad que visite porque esta crítica no tendrá el impacto que tuvo la de la Bienal en ABC. Se quedará en un ni fú ni fá.
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