En medio de un bosque tierno, en un claro diminuto, una cosita pequeña y diminuta despertó y no recordó nada
Cuando vives en Murcia y no puedes escapar en Agosto, por primera vez en tu vida, los pequeños placeres hay que buscarlos porque encontrarlos se antoja casi imposible. Las limitaciones que brotan hasta que cae la noche y la calle puede respirarse, te obligan a encerrarte en lugares fríos. A pesar de la melancolía invisible y muy presente de estas calles, encuentro en ellas una tranquilidad bastante anormal que debo admitir que me gusta muy mucho. Ir a la Ronería a las cuatro en busca de asilo con personas que conoces poco pero que, sin decirlo, sabes que buscan lo mismo, es un placer y es un placer que sabe a distinto.
Si vas solo y te sientes un poquito más vacío, también es placentero encerrarte en El Corte Inglés. Yo lo hice, en el pequeño, en el rincón de las novelas gráficas. Tendrán mucho dinero y serán lo que quieran decir que son, pero el caos controla las estanterías de los cómics y es imposible encontrar dos libros juntos que tengan alguna relación entre sí. Pero me gusta, porque me obligo a mirarlos todos de esquina a esquina, los que se apoyan de forma horizontal se ven algo más claros gracias al lomo, los que se apoyan uno tras otro hasta el fondo hasta me obligan a levantarlos uno por uno. Y gracias al caos encuentro una pequeña joya que brilla muy poco por fuera.
Fue pulirla un poco, y «El gran vacío de Alfonso Taburete» comenzó a escandilarme con fuerza. Y ya no hablo solamente del contenido, es que encima el contenedor no puede ser más cautivador. Cada página es un cuadro a lápiz en blanco y negro dialogado con poesía y fábula, a hoja casi completa. Y cada hoja casi completa perfila naturaleza, bosques y lagos, que alcanzan hasta las esquinas del papel y, en el fondo, diminuto e ínfimo como cada uno de nosotros, aparece siempre nuestro héroe. No sabe quién es y no sabe qué hacer, pero quiere saberlo. Ante él se abre un mundo que no acaba, será cuestión de comenzar a explorarlo de la manos de sus padres, Sybilline y D´aviau.
Alfonso Taburete despierta por primera vez siendo ya todo un hombrecito, pero no tiene ni idea de qué sentido tiene estar despierto. Hay un Señor gigante que le enseña todo lo que debe saber para no aburrirse, pero Taburete se vuelve tan maleducado que el Señor lo abandona a su suerte. Cuando el pobre se ve solo, comienza a caminar inocentemente creyendo que encontrará una respuesta de por qué ha despertado, o para qué.
Pero lo único que encuentra por el camino son más preguntas, una tras otra y a cada cuál más difícil de responder. Son preguntas difíciles pero muy certeras, y son preguntas que descubre formulando más preguntas. Al final, es una novela gráfica interactiva, un juego de adultos sobre un cuento de niños, una pasada vamos. Cada parón en este viaje significa algo, como ocurre con «Alicia en el País de las maravillas», solo que esta vez es distinto porque esta vez fuimos nosotros. Sabiendo de partida que el camino que recorre Alfonso Taburete es, ni más ni menos, que la vida desde que somos conscientes de que estamos en un mundo hostil, hasta que simplemente lo aceptamos, entrar en el juego y perderse es sencillo. Aunque sigamos sin entender nada.
Vagamos de un punto a otro de la vida y ni siquiera sabemos por qué. Desde que comenzamos a formularnos las preguntas que intentan llenar el vacío, hasta que llegamos a creer que sabemos responderlas, pasa mucho tiempo. Y somos viejos cuando aceptamos que, efectivamente, jamás obtendremos las respuestas. Lo que ocurre cuando nuestro pequeño Alfonso va dejando atrás a todos los insoportables seres que se encuentra, es que aprende cosas que simplemente no le gustan. Por eso se siente vacío, porque el sentido de la vida es algo que debes encontrar tú, y lo que él encuentra le decepciona y le hace creer que debe existir otro.
Pero es que si Taburete encuentra por casualidad algo digno de mirar, o alguien digno de gastar su tiempo, al final esa cosa o ese alguien desaparece y él ni siquiera sabe por qué. Por eso Alfonso encuentra en su reflejo en el agua la persona perfecta para pasar el tiempo. Osnofla lo llamaba, y hasta él tenía sus pegas.
De una tarde asfixiante de Agosto con un dolor de pies tortuoso, me llevo una novela gráfica que nunca habría encontrado si me hubiese ido de Murcia como cada año, así como tampoco habría conocido a un grupo de personas variopintas, con cierto gusto confesado por el postureo y bastante excepcionales. Lo mismo y ese es el sentido de la vida, simplón pero para mí perfecto, no lo sé. Pero si que sé qué me ha enseñado «El gran vacío de Alfonso Taburete».
Me ha enseñado que la vida es tan jodidamente simple, que simplemente no la entiendo.
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