Los clásicos de la literatura no son un invento de los académicos; son la voluntad del público al que van dirigidos. O al menos eso es lo que aparentaron significar las puertas abarrotadas del Teatro Circo a el pasado jueves ante la adaptación una obra del siglo XVII. El Buscón de Quevedo es un título que creí que podía con la paciencia de más de un estudiante que haya sobrevivido el tema de la novela picaresca a lo largo de su educación secundaria, pero el número de jóvenes fue, cuanto menos, sorprendentemente elevado. Interpretado por el Teatro Clásico de Sevilla bajo la dirección de Alfonso Zurro.
El objetivo de su obra era el siguiente: “Dado que somos un país de pícaros, desde esa premisa hemos trabajado el texto: como un pícaro más: arramplando, pegando, construyendo, refundiendo, deconstruyendo, enlazando, inventando, recopilando? Como si de una desventura actual se tratara: hambrunas africanas, migraciones desesperadas, imágenes de las pateras cruzando el estrecho? “
Nada tenía que ver con el desarrollo con la pieza original. Utilizando elementos característicos de la obra, como la figura del padre o de la madre de Pablos, el robo, las espadas o las pistolas, El Buscón era reinterpretado a manera de mini-sketchs que conformaban un todo. Pero ese todo, a la vista del público, carecía de continuidad, sentido, ritmo. La estructura hacía evaporar la esencia cómica de la novela picaresca, que se tradujo en unas cuantas carcajadas no muy intensas. La duración casi insoportable (más de 105 minutos) hizo a algunos levantarse en el momento justo en el que acabó la obra, y dando gracias por no haberse levantado antes de su término.
La escenografía, exuberante pero pobre y resumida en una sola escena saturada de percheros llenos de objetos y ropajes que Pablos fue cambiándose a lo largo de la interpretación desviaban la atención. La iluminación, por momentos, brillaba por su ausencia y arrancaba los ojos de las cuencas de los espectadores. La siempre buenísima acústica del Teatro Circo, maltratada por ruidos más que sonidos: sobre todo, en el discurso electoral in crescendo de Pablos y en la violenta ruptura de la cuarta pared con el sonido del disparo.
No obstante, se respetó la máxima de cualquier obra que se prolongue en el marco temporal: la de un inicio y un final singular. Un par de maniquís bailando al son de música extraña y casi en penumbra fue un principio que no hizo justicia al desarrollo, pero que fue rematado con el anteriormente mencionado discurso, y a más de uno dejaría con buen sabor de boca. Probablemente, fue el momento de mayor esperpento que tanto caracteriza al género picaresco. Podría llamar a este fenómeno crítica barata en vez de esperpento, pero no voy a discriminar por razón del siglo en el que fue escrito. Aún no me he decidido si mencionar todos los topicazos de la política actual es reivindicación social o marketing, pero supongo que ahí estaba la catarsis.
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