Desde el mismo momento que comencé mi singladura en el periodismo escrito y decidí convertir el noble acto de aporrear teclas y beber literatura en una forma de vida, marqué a fuego en mi mente la máxima de que sin importar lo que escribiera siempre sería honesto conmigo mismo y, sobre todo, con los lectores. En esa mascarada que es la crítica, repleta de sonrisas complacientes y mentes anegadas de supuesta sabiduría cinematográfica, no tengo miedo de quitarme la careta: Christopher Nolan me parece, con suma diferencia, el mejor cineasta moderno. En algunos sectores me etiquetarían de forma peyorativa como Nolanista; no me importa. ¿Y qué es eso, os preguntareis? Supuestamente, el mundo se divide en dos grupos: los que entienden de cine y consideran al director británico un vendedor de humo, poco más que un farsante con ínfulas de autor que se entrega a los brazos del exceso, los trucos de guión y la espectacularidad; y los Nolanistas, que ven en él al salvador del séptimo arte, el Mesías que convierte en oro todo lo que toca. ¿Y la objetividad? La han dejado por el camino, creo. Sorprendentemente, su última obra ha provocado división de opiniones en ambos bandos y algunas fugas muy sonadas.
Dunkerque es el paso adelante y el giro que Nolan necesitaba en su filmografía si no quería estancarse en el terreno de lo previsible y la repetición de fórmulas. Después de las peripecias del cruzado enmascarado de Gotham y las grandes epopeyas oníricas y espaciales, Nolan apuesta por un género tan manido como el bélico, en el que consigue reescribir sus claves y volcar sus intereses como autor. La impronta del director londinense queda patente desde la propia estructura narrativa de la película. El film ilustra los acontecimientos que tuvieron lugar en el año 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, en los que cientos de miles de soldados británicos y franceses quedaron atrapados en las playas de Dunkerque, incapaces de hacer frente a la ofensiva alemana. Para relatar los hechos, se sirve de tres líneas temporales: la primera de ellas, que cuenta la batalla por la supervivencia de los soldados en la playa, dura una semana; la segunda, que pone en imágenes la misión de rescate llevada a cabo por embarcaciones civiles británicas, un día; y finalmente la tercera, que relata la frenética actividad de los pilotos a los mandos de los Spitfires británicos, una hora. Esta estructura temporal, novedosa en la narrativa de hazañas bélicas y más propia de relatos de ciencia ficción, consigue mediante un montaje alternado mantener el nivel de tensión y que la atención del espectador no decaiga ni un solo segundo, convirtiendo la película en un clímax de ciento siete minutos. ¿Agotador? ¿Excesivo? ¿Un magistral manejo del ritmo y la narrativa? La quintaesencia Nolan en todo su esplendor.
Tachado de sobreexplicativo y con excesiva tendencia a la rimbombancia narrativa, Nolan realiza un ejercicio de contención debido a la naturaleza de la propia historia. No se interesa especialmente en dar trasfondo a los personajes o modelar empatía con flashbacks o insertos de diálogos dramáticos que frenen la acción, pues en esta contienda no hay descanso ni tiempo para la verborrea. No es Hasta el último hombre; no hay un Desmond Doss, no hay una figura heroica sobre la que pivoten el resto de personajes. Puede resultar frío, pero es una decisión deliberada. Nolan no quiere poner el foco de atención en un único soldado sino relatar los hechos del milagro de Dunkerque, que pusieron los cimientos de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, y la enorme muestra de valor y sacrificio desplegada por tierra, mar y aire. De ahí la decisión de poner en pantalla un plantel de caras poco conocidas para el gran público, a excepción de Tom Hardy, Kenneth Branagh, Cillian Murphy o el ‘directioner’ Harry Styles; ni siquiera el enemigo goza de rostro, con la intención de no quitarle ni un ápice de protagonismo a los acontecimientos. Hablamos de una película prácticamente muda en la que Nolan se expresa con la cámara, demostrando que aparte de un narrador prodigioso es un director excepcional que en este film hace alarde de una técnica depurada. Cada encuadre rezuma la belleza y perfección de una obra pictórica de David Friedrich y en contadas ocasiones se han utilizado con tanta maestría el sonido, el fuera de campo y la profundidad como en esa magistral secuencia inicial de la playa asolada por las bombas o en esa imagen de Kenneth Branagh cercana al final, con las lágrimas perlando sus ojos y la esperanza a punto de hundirse con los últimos restos del espigón.
Dunkerque es una obra maestra del cine bélico y una auténtica experiencia inmersiva. Nolan saca al espectador de la seguridad de su butaca y durante ciento siete minutos le hace sentir el tacto áspero de la arena tras agacharse ante el retumbar de las bombas, resquebrajarse emocionalmente por la pérdida de la moralidad y la humanidad en tiempos de guerra o recuperar la esperanza al ver a soldados sintiéndose deshonrados después de haber dado su vida en pos de la paz y de su hogar. En uno de los últimos instantes de la película, un hombre ciego le dice a uno de los soldados dos palabras, tan reconfortantes como reveladoras: “Bien hecho”. El soldado, desbordando humildad, responde: “Todo lo que hicimos fue sobrevivir”. Y el ciego contesta, lacónicamente: “Eso es suficiente”. Pocas veces un diálogo ha escondido tanta verdad: en las playas de Dunkerque la supervivencia fue una victoria.
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