Creo que ha llegado el momento de pisar el freno; de que las propias compañías se den cuenta de que deben de bajar las revoluciones del calendario de estrenos si no quieren que la burbuja superheroica se pinche, como le ocurrió a otros géneros como el western. Y todo esto lo expreso, sin necesidad de quitarme ninguna careta, como fan del trabajo que está realizando Marvel en materia de traslación de sus personajes de las viñetas al audiovisual. No puedo decir que Doctor Strange es una mala película, porque entonces me plantearía seriamente el nivel del resto de propuestas cinematográficas de la cartelera, pero sí que me dejó la sensación de haber desaprovechado a un personaje y una historia que podrían haber explorado nuevas posibilidades tanto visuales como narrativas.
Desde su comienzo, Doctor Strange arriesga decantándose por un tono más oscuro y dramático en la línea de las producciones Marvel de Netflix. Un buen espejo en el que mirarse, pues su reflejo nos entrega al personaje psicológica y moralmente más complejo de todos los que forman parte del Universo Cinematográfico de la compañía. El director Scott Derrickson no tiene miedo en ahondar en el drama interno del protagonista; en relatar su particular descenso a los infiernos, cimentado sobre una vida llena de arrogancia y un ego desmesurado debido al éxito y la riqueza, que se desvanecen cuando la enfermedad -genial el retrato de la obsesión del protagonista con sus manos- y la soledad hacen acto de presencia. Con una interpretación que oscila entre su Sherlock televisivo y el Doctor House, todos esos matices del reputado cirujano marvelita son captados a la perfección por el británico Benedict Cumberbatch, con líneas de diálogo cargadas de humor negro, mordacidad e ironía. El problema viene cuando el protagonista inicia su camino hacia la redención espiritual y su posterior conversión en hechicero supremo, pues el humor de la película se torna más infantil y absurdo, lo que le resta épica a la resolución de algunas escenas (el momento capa…). Derrickson, reputado cineasta de terror y consabido creador de atmósferas, acaba apostando por una oscuridad desde el punto de vista formal pero no de contenido. Si Stephen Strange tiene un desarrollo ejemplar no se puede decir lo mismo de la Christine Palmer de Rachel McAdams ni del villano interpretado por Mads Mikkelsen, que son carne de tópico y apenas cuentan con una escena dramática en la que desplegar su potencial. Un claro ejemplo de la mala construcción del guión es la inclusión forzada del personaje de Jonathan Pangborn como catalizador que impulsa el viaje del protagonista: en cuestión de segundos pasa de odiar a Strange por no querer tratarlo en el pasado, a contarle sus secretos y mostrarle el camino de las artes místicas.
A nivel visual, la película tiene ecos de Batman Begins y, sobre todo, de Origen. El viaje de redención que emprende el personaje, las escenas del entrenamiento con los monjes y las distintas localizaciones nos remiten a los orígenes del Caballero Oscuro. Todo lo que concierne a las realidades paralelas y espejo y la construcción y manipulación de la realidad recuerda a la arquitectura visual de los sueños de Nolan, pero con una gran diferencia: mientras que el director británico utilizaba los laberintos oníricos para proyectar las obsesiones del protagonista o introducir giros en la trama, Derrickson apuesta por la psicodelia y la arquitectura visual vacía, donde los trucos de Strange tienen una función más ornamental que narrativa. Para las siguientes entregas deben de potenciar el tono psicotrópico y psicodélico que hizo del Doctor Strange uno de los iconos de la contracultura y del movimiento hippie en la década de los 60. Que sirva como ejemplo a seguir la setpiece de Nueva York, un auténtico delirio visual en el que la dirección de Derrickson consigue por momentos contagiarse del carácter alucinógeno de la historia.
John Cutter explicaba en la excelente El truco final que todo efecto mágico consta de tres partes o actos. La primera parte, es la presentación: el mago muestra algo ordinario, una baraja de cartas, un pájaro o una persona. El segundo acto es la actuación: el mago, con eso que era ordinario, consigue hacer algo extraordinario. Entonces, el espectador intenta descubrir el truco, pero no lo consigue, porque en el fondo no quiere saber cuál es. Lo que quiere es que le engañen. Pero hacer que algo desaparezca no es suficiente, tienen que hacerlo reaparecer para arrancar el aplauso del respetable. Por eso, todo efecto mágico consta de un tercer acto, la parte más complicada de este acto, es el prestigio. Es en ese prestigio donde Doctor Strange muestra escasa precisión de cirujano y menos dotes aún de predisgitador, con un final anticlimático que se resuelve por la vía del humor. Lo que podría haber sido el nuevo hit de Marvel, se queda en un entretenido número de magia.
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