Cuando era un niño me encantaba comer. Recuerdo poquísimas cosas de mi infancia más temprana, pero en la mayoría de mis recuerdos esenciales siempre había un denominador común: la comida. Supongo que la isla de la comida debía (y debe) ser inmensa. Supongo también que Asco no tenía ganas de trabajar, porque cosa que veía, cosa que me llevaba a la boca. Y claro, mi madre no podía estar en todo, y en cuanto tuve oportunidad me comí medio paquete de tabaco a bocados, con filtro y todo.
Cuando era niño me encantaba mi furgoneta transformable. ¡Si pulsabas un botón se transformaba en una pista de carreras! El día que me lo regalaron Alegría trabajó de lo lindo, y me puse tan nervioso que comencé a saltar en la cama. Y claro, mi madre no podía estar en todo, y en un tropiezo (ahí comenzó una infinita retahíla de golpes, tropiezos y accidentes varios), caí en un radiador y me abrí la cabeza. Había mucha sangre y aun así Asco no hizo nada, ni tampoco Miedo. Pero cuando mi madre entró y me lió una manta en la cabeza mientras gritaba desesperada a mi padre que corriese hacia el hospital, comencé a ponerme triste, no por mí, por ella. No quería verla así, por lo que Tristeza hizo que comenzase a llorar en el asiento del copiloto, entre los brazos de mi madre y con una tela ensangrentada cubriéndome un ojo y la mitad de otro. Es el primer recuerdo triste que conservo.
Cuando era un niño me aterrorizaba empezar el colegio. Miedo tomó el control de todo y hacer amigos comenzó a convertirse en algo demasiado difícil. Sin embargo, recibir collejas o variadísimos insultos refiriéndose al color de mi pelo era sumamente fácil. Menos mal que pronto todos los demás sentimientos trabajaron juntos para controlar el ansia de poder que carcomía a Miedo, y entonces conocí a José. Es el primer recuerdo que tengo de un amigo.
Cuando era niño murió mi abuelo, mi persona favorita. Ese día ni Alegría ni Tristeza sabían cómo debían actuar. Mis padres me dejaron en un lugar donde me lo pasaba pipa. Y me lo pasé pipa. Recuerdo entonces que sentí culpabilidad y miedo. Llamé a mi padre y le conté que era un niño horrible, que mi abuelo había muerto y que yo estaba jugando y pasándolo bien. Es el primer recuerdo que tengo de la muerte.
Cuando era niño tenía un amigo imaginario. Aunque no se parecía en nada a Bing-Bong y era antropomorfo, era mío. Crecí y me olvidé de él, lo relegué a un lugar necesario para seguir creciendo más y más, hasta que desapareció. Y una vez crecí lo suficiente se me ocurrió entrar al cine a ver «Del revés» , y putada al canto, me hicieron recordarlo. Que si, que me gusta dramatizar, pero tiene un por qué.
“Lleva a Raley a la luna por mí”
Le dice Bing-Bong a Alegría, que es lo mismo que decir “no dejes que pierda a su niña”. Dramatizo porque he tenido una infancia feliz y nunca la he valorado como merecía. Dramatizo porque he sufrido tanto al crecer que he acabado olvidando esa época en la que Alegría mandaba. Dramatizo porque mis sentimientos siempre han sido un tanto incompetentes para gestionar situaciones claves y cambios. Dramatizo porque me da la sensación de que no me aferré como debía a mis recuerdos esenciales.
También dramatizo porque soy un poco teatrero, aunque es lo que suele pasarme con películas como esta. Puede ser más o menos colorida, más o menos infantil, pero que nadie consiga engañaros, porque el que pretenda convenceros de que no se ha emocionado con Del revés es porque os está mintiendo (o porque es un vampiro y no tiene corazón). Es la película del año, del anterior y, seguramente, del siguiente.
¿Perdí algo por el camino? ¿Cuántas de esas esferas brillantes se habrán roto durante toda mi vida? Yo sólo quiero que Alegría y Tristeza hayan conseguido ponerse de acuerdo también dentro de mí, aunque sea del revés. Y así conseguir ser feliz, pero de verdad. Justo como cuando era un niño.
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[…] y de público, pero si quieres saber un poco más sobre ella lo mejor que puedes hacer es leer este post que escribió nuesro colaborador Ángel […]