Más cine de adolescentes, lo sé, lo sé, pero qué queréis que os diga, ya ni me apetece justificarme. Esta vez la película no ha sido el único catalizador que me ha impulsado a hablaros de «Ciudades de papel», la nueva adaptación de las novelas de John Green. El otro catalizador ha ocurrido una hora antes de comenzar a escribir este texto. Pero comencemos por el principio, que tenemos la fea manía de querer llegar al final sin ni siquiera recorrer el camino.
Ciudades de papel, un término cuyo significado prefiero que los pocos que quieran darle la oportunidad a una película aparentemente tópica pero lo suficientemente atípica, lo descubran por si mismos. Es la forma que tiene de hablar la insoportable protagonista, Margo,de la vida. Todo a su alrededor es mundano, artificial, de papel. Ella es especial, vive aventuras, una tras otra y a cada cual más emocionante. Su vida es una montaña rusa y ese el deseo que arde en nuestro interior desde hace tantísimo tiempo.
El vecino de Margo lleva enamorado de ella desde que es un niño, y cuando esta desaparece sin explicaciones, Quentin debe ir en su busca a toda costa. La obsesión por una idea, seguro que os quiere sonar. Hasta yo debo admitir que asistía al espectáculo con cierta envidia de ese chico resolviendo misterios en busca de un milagro llamado Margo, siendo consciente de que cuanto más costaba seguir las pistas, más se iba enamorando.
Pues Margo es como nuestra vida, la vida que siempre deseamos tener y que se acabará convirtiendo en nuestro infierno por nuestra incapacidad de aceptar que hay cosas que deben llegar a su debido tiempo. O no llegar, que también es posible. Y exclamamos asustados “¡Oh dios mío! ¿Qué pasa si no llegan?” y comienza el agobio, y con el agobio la ansiedad y con la ansiedad la infelicidad.
Os decía que hace una hora hemos celebrado el cuarentavo cumpleaños de un compañero de trabajo que conozco poco pero que ya aprecio mucho. Su alegría a pesar del intempestivo horario de verano es admirable y, cada día de las dos semanas que llevo trabajando allí, ha jugado a divertir a todo el mundo para que aquella oficina fuese un poco más agradable. Creédme, lo conseguía con creces.
La crisis de los cuarenta no ha conseguido derribarlo pero, sin duda, lo que más me sorprende es que me contase que él estudió historia. Estudió historia y trabaja de oficinista, dos mundos que no tienen nada que ver, pero parece feliz todo el tiempo. Tiene una hija y se derrite al hablar de ella. Me habla de ella y de lo rápido que pasa el tiempo, de que perdió la virginidad con 23 años pero que a los 24 recuperó todo el tiempo perdido en los cinco anteriores. Y yo, sin embargo, tengo casi veintisiete años y no estoy disfrutando de nada porque como Quentin hizo con Margo, he idealizado mi futuro.
Señores, tal vez sea hora de darnos cuenta de que la vida hay que vivirla, no pensarla. Tal vez no seas el actor que deseaste ser, tal vez no hayas conseguido publicar tu libro. Pero deberías dejar de menospreciar todo lo que tienes a tu alrededor como si tuviese la culpa. Te sorprenderás con lo que pasa entonces, porque lo que pasa es que no se trata de dejar de luchar por tus sueños, como tampoco consiste en convertirlos en un verdadero calvario.
A Quentin le ocurre que no se atreve a recorrer ningún camino porque no sabe qué encontrará. Es por eso que se obsesiona tanto con una idea de chica perfecta. Nosotros somos los reyes en esto y, antes de acabar la carrera, ya tenemos toda nuestra vida construida en nuestra cabeza hasta el último día. Es totalmente absurdo.
Con lo bonito que es que ella te vaya diciendo a dónde ir, con lo bonito que es acabar en lugares que no imaginabas. Con lo bonita que es la catedral de Murcia, que nos lo dicen todos los de fuera y nosotros ni nos dignamos a mirarla al pasar. Con lo bonito que es acabar descubriendo que aquella persona especial es absolutamente diferente a lo que tú creías especial.
Pringados, perdedores, perdidos, hay que vivir mucho más, y sobre todo hay que pensar muchísimo menos. Veréis qué bien os sienta.
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