En esta época tan convulsa que nos ha tocado vivir, con una realidad social y política encallada en un bucle de corrupción, manipulación y engaño, es bueno que nuestro cine español se aproveche de la situación para reflejar ideas y conceptos reales dentro de la ficción. El uso del cine en España como herramienta para despertar el pensamiento crítico del público hacia la situación política o social no es algo nuevo. Podemos encontrar ejemplos en toda la filmografía de Berlanga, sobre todo en La escopeta nacional (1978); un retrato, disfrazado de comedia, de las desigualdades sociales y una crítica voraz a las altas esferas políticas en época franquista. En los últimos años la situación política ha hecho que se vuelva a avivar la llama de ese cine gracias a películas como B (2015), El desconocido (2015) o la película que ahora nos ocupa, Cien años de perdón (2016).
Cien años de perdón a simple vista podría parecer un thriller de atracos más pero, al igual que ocurre con Plan Oculto (2006) de Spike Lee, nada es lo que parece. El robo del banco por parte de los argentinos y el gallego es solo una excusa argumental para hacer un repaso de nuestra historia política más reciente; hay referencias y guiños al fraude de los bancos, a los famosos discos duros, al asunto del pequeño Nicolás y el CNI o a la corrupción de Valencia. De hecho, irónicamente, es en un ficticio banco de Valencia donde se desarrolla la mayor parte de la trama.
En el aspecto formal, la película tiene una factura técnica digna del mejor cine americano. El film de Daniel Calparsoro logra crear una atmósfera oscura, turbia y lluviosa que retrata a Valencia, cuna de la corrupción, como una cloaca política inundada. Se trata de la película de Calparsoro con la intriga más hitchcockiana, en la que la acción se desarrolla casi en su totalidad en un único escenario, gracias al guionista Jorge Guerricaechevarría (habitual de las películas de Alex De La Iglesia), experto en situar sus tramas en ambientes claustrofóbicos, que firma un libreto de suspense que no olvida la sátira política, social y el humor negro. Es precisamente el guion lo que no termina de funcionar; la película tiene un fuerte arranque con una irrupción de los atracadores modélica pero una vez que conocemos la verdadera motivación del atraco ya no hay sorpresas ni giros, todo se vuelve demasiado esquemático y previsible y la tensión del inicio se pierde hasta llegar a un final precipitado y anticlimático. La trama política trata temas muy turbios pero no profundiza en ellos, no arriesga, por lo que no sorprende al espectador español, que ve los escándalos políticos como algo cotidiano. El humor, presente en las relaciones que se establecen entre los atracadores y los rehenes, no acaba de funcionar, y el uso reiterado de tacos (¿alguién ha contado cuántas veces dicen «la concha de tu madre»?) acaba por agotar. No todo es malo, Guerricaechevarría plantea al espectador un reto, debe posicionarse hacia el lado de los ladrones o hacia el de los políticos en una película en la que no hay héroes ni villanos, en la que no se sabe quién roba a quién. El espectador debe someter los actos de los personaje a un juicio moral y sacar sus propias conclusiones.
El verdadero logro de la película es el atracador conocido como «El uruguayo», interpretado por Rodrigo de la Serna; un actor insólito que consigue plantar cara al mismísimo Luis Tosar con un personaje a caballo entre el Alex DeLarge de La Naranja Mecánica y el Joker de Heath Ledger. Muy difícil lo tiene para no llevarse el Goya a mejor actor el próximo año.
Cien años de perdón es un nuevo ejercicio satisfactorio de cine de género en España; un thriller de acción con tintes políticos y sociales con un acabado técnico y unas interpretaciones soberbias. Es verdaderamente preocupante que lo que menos sorprenda al espectador sea el guión y su trama política, porque como la situación siga así la realidad política española será más propia de una película de ciencia ficción. Definitivamente, de los cien años de perdón, los políticos no se merecen ni un minuto.
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