– ¿A qué hora es el concierto? -pregunto a Santos mientras agarro su vaso para rellenarlo de cerveza.
– A las 21:30 pone que es la apertura de puertas – dice mirando el móvil. Levanta la vista – Pero a nosotros no nos la pegan después de 50 conciertos.
Me río y asiento. Media hora después, a las 22:05, en las puertas del auditorio, el encargado de velar por la seguridad de la puerta rebusca entre las entradas acreditadas mientras asiente. Su mirada parece decir: “Claro que me acuerdo de vuestro nombre, sois dos de los quince gilipollas que con la entrada pagada no habían aparecido”. Hasta ahora, me apetece decirle. Pero igual me espeta lo gilipollas que soy y tendría que callarme porque, pese a que Christina Rosenvinge tampoco es una artista a la que pondría en mi top 10 personal, esto de llegar tarde a su concierto me está doliendo. Bastante. Intento librarme de esa sensación funesta que me acompaña y me repite al oído: “Tonto, tonto, tonto”. Por alguna extraña razón me siento casi como si hubiese llegado tarde al auditorio del concierto final de curso del colegio de mi hija, rezando porque ella y su clase no hayan salido aún a bailar.
Esperamos a que Christina acabe la canción mientras la acomodadora nos mira con suspicacia. Primero se ha imaginado que íbamos más cocidos que un pote pero, tras percatarse de nuestra sobriedad, está decidiendo si nos creemos por encima del universo o si simplemente somos idiotas. Cómo explicarle que ni se imagina hasta qué punto la segunda es la respuesta acertada. No hay palabras para ello, así que aguardamos en silencio intercambiando miradas de vergüenza. Por fin nos acompaña a la séptima fila. Todo el público nos mira. Yo miro al suelo. Hay cientos de sitios donde escoger. No esperaba demasiado público pero, al ver que iba a ser en la sala pequeña del auditorio, creía que la discográfica (o la promotora a la que le hayan hecho el encargo) tenía cierto cupo asegurado. Yo espero no haberme perdido “Glue”. Frente a mí, Christina al piano y al micro, a la izquierda el batería tocando con analógica y digital y a la derecha el bajista y el teclista.
Las cuatro o cinco (no sabría decirlo con certeza) canciones que transcurren a continuación podrían ser la misma. De hecho creo que el bajista, a la derecha de Christina, no ha tocado más de siete notas diferentes en las cinco canciones. Parece más un arreglista que un músico. Alguien a quien han pagado cincuenta euros por estar allí esta noche y sólo está haciendo su trabajo. Supongo que es una de las contras de ser un cantautor que necesita una banda. Tu productor habla con nosequién que conoce a tal y le gusta el sonido que estás buscando… en fin. Reconozco “Pobre Nicolás”, “Tok Tok” y “Canción del Eco” entre otras. En un momento dado Christina ha abandonado el piano y está tocando la guitarra rítmica.
Me molestan un poco estas cosas que a veces hacen las bandas. Una guitarrita de fondo, un bajo potente pero algo insulso junto a una batería que prácticamente se lleva el 75% del mérito del sonido de la canción (grandísimo el batería, por cierto), el teclista presiona un botón que hace que el teclado emita sonidos medio-atmosféricos/extraterrestres y, ale, música experimental. Pues no. Voy a callarme mi próximo pensamiento cuando caigo en la cuenta de que, qué pijo, el que está a mi lado es Santos, compañero de profesión y de vida y de hijoputismo. Así que digo:
-Y eso que es colega de Lee Ronaldo.
Mientras tanto Christina está presentando a la banda. Es su primera interacción con el público en los veinte minutos de concierto que hemos visto. Pero, claro, es la putada de haberse perdido casi la mitad. No puedo saber si es casualidad o tendencia. A continuación vienen las dos canciones más fuertes de su último disco “Lo Nuestro” y, por tanto, las que más me gustan; “La muy puta” y “La Tejedora”. La banda cambia, el teclista agarra el bajo y el bajista la guitarra. Así que era eso. No son arreglistas, son multi-instrumentos y cada uno tiene su fuerte, como están a punto de demostrar. Suenan potentes en estos dos temas.
Christina aclara que “la muy puta” no es ella si no la Muerte (con “M” mayúscula, supongo) pero que, claro, depende a quién se le pregunte. Provoca risas cómplices con el público. Santos y yo nos miramos y con sólo eso ya sabemos lo que pasa por la mente del otro: Nacho Vegas encerrado en su habitación rodeado de pañuelos usados acartonados por las lágrimas, los mocos y el semen escribiendo “La Zona Sucia”. Que tontos somos, desde luego. Christina se suelta y micro en mano camina hacia el borde del escenario realizando una performance que me hace recordar una entrevista suya que he visto esta semana en la que afirmaba que explotar una idea de la mujer hipersexualizada en un escenario no era precisamente feminismo. Ella se ponía en el lado no-sexualizado, lo cual me hace sentir culpable porque desprende un morbo impresionante mientras anda por el (vacío) foso de periodistas señalando a la primera fila.
Pero entonces comprendo que Christina es quien ha obviado una verdad superior al afirmar algo así, y yo no estoy equivocado por estar sintiendo lo que siento. Christina ha olvidado que, interpretado por mujer, hombre o robot, lo que está hipersexualizado es el rock. Desde los movimientos de cadera de Elvis, pasando por la versión más explícita que desarrollaron algunos como Van Halen o Mick Jagger, hasta llegar a esa mágnifica performance realizada por Jack White y Alison Mosshart en el Roxy de “Will There Be Enough Water”. Lo siento, Christina, eres una mujer tocando una canción de rock potente con un toque electrónico mientras camina sensualmente por el foso de un escenario señalando a la primera fila. Si no quieres que me ponga un poco cachondo, mátame, será la única manera. Pero entiendo lo que decía en la entrevista. La performance termina y no hay fotos del culo de Christina Rosenvinge copando portadas de revistas de cotilleos, moda y varios. Si no yo no estaría aquí probablemente.
Parece que nos hemos soltado todos y durante el resto del concierto la interacción entre canción y canción es mayor. Se producen los típicos gritos de las dos histéricas que siempre hay en todo concierto. No va a tocar «Glue», quizás porque ya la ha tocado y me la he perdido, quizás porque no la va a tocar y punto. El caso es que lo sé. Pero en el momento en que ella dice: “Cuatrocientos golpes contra la pared…” me recuesto en el asiento. Me preparo para esa sensación extraña que la música (el arte en general) consigue a veces. Siento como Christina me hunde la mano en el pecho hasta el codo y empieza a jugar con lo que hay dentro, retorciéndolo, ensanchándolo… jugando con la parte más privada de mi alma a su antojo. El tema, “Mil pedazos”, me hace hundirme en el concierto hasta un punto que no había conseguido ninguna otra canción.
Se marchan todos, y Christina aparece de nuevo, completamente sola, y se sienta al piano para el bis. Nos anima a hacerle peticiones. Yo estoy deseando gritar: “Que me parta un rayo” o “Que nos parta un rayo”, cualquiera de las dos me vale. Santos desea gritar “Verano fatal” y lo sé. Pero, por la misma razón, ambos estamos en silencio: ¿Y si ya las ha cantado? Alguien del público grita “Eva enamorada” y cruzo los dedos para que caiga. Pero a Christina le convence más la petición de “Jorge y yo” y nos deleita con una de sus mejores y más íntimas interpretaciones de la noche.
Cuando todo acaba y se encienden las luces, Santos y yo salimos rápido de la sala, muy rápido, esperando que nadie nos vea y nos señale y diga: “Eh, mira, los dos gilipollas que han llegado tarde”.
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