Enciendes la luz de tu sala de estar, como hipnotizado, porque a pesar de las riñas y de algunos malos ratos (frutos del desgaste de la relación), vuelves a sentir esas mariposas en el estómago y recuerdas porque estás enamorado. Estoy enamorado de él porque es imprevisible, porque me hace reír, llorar, estremecerme o emocionarme, porque no es una afición, sino un estilo de vida. Enamorado por esos momentos a la entrada del cine, esperando que el cartelito ponga “PASE” en tu sesión, con los nervios a flor de piel y el niño pequeño que todos llevamos dentro pegando saltos, en vísperas de un estreno que llevas esperando siglos, o eso te parece a ti. Señores, no hay nada más mágico que ese momento en el que se apagan las luces y escuchas el latir de tu corazón en el retiro espiritual que se convierte tu butaca. Pero para mágico el final, cuando te quedas pegado en el asiento y piensas: ¡Jo, qué grande eres! A continuación sales al exterior y despiertas en el mundo real, y durante horas debates de cine y de la vida con un leit motiv claro, como es el de los sentimientos, con esa persona (o personas) que en ese momento son más que amigos, sois almas gemelas con un nexo de unión que se ha forjado durante el metraje.
Como dijo una astronauta perdida: “El amor es lo único que transciende las dimensiones del tiempo y del espacio”. El amor es el motor de la vida; el amor a nosotros mismos, a lo que hacemos, a lo que somos, a lo que nos rodea y sobre todo el amor incondicional a aquello que profesamos admiración y sentimos como nuestro, porque parte de nosotros mismos ha sido construida a golpe de fotograma.
Podemos hablar del amor entre un padre y un hijo, como en la película que menciono en el título, un film de Sam Mendes que tuve la fortuna de visionar ayer. Una película que también habla de las relaciones entre hermanos y de la envidia, de cómo el ansia de poder corrompe a las personas, y la pérdida del amor, en este caso paternal, las devasta. Un padre es nuestro héroe, así es como lo ve el hijo del protagonista, da igual que trabaje en una organización criminal y que este apadrinado por el jefe, porque aunque sea un film de gánsteres y cine negro, sólo es una máscara para hablarnos de sentimientos y del amor en sus múltiples facciones. Desconociendo el trágico futuro que le espera, el protagonista encuentra en John Rooney, su jefe, el padre que nunca tuvo, y Rooney, encarnado por un magistral Paul Newman, el hijo que le gustaría tener.
Todo se resume en las miradas; la primera, fría y calculadora, de un hijo biológico encarnado por Daniel Craig, con unos ojos azules que representan el infierno y la maldad camuflada; la segunda, de un Tom Hanks inconmensurable (como siempre, no nos debería sorprender), al principio se torna inexpresiva, pero con el paso de los km y el viaje que nos propone Mendes hacia la “Perdición”, adquiere calidez y ternura hacia su hijo, al que poco a poco va conociendo, lo que también le permite conocerse a él mismo y ser consciente de que no quiere esa vida para él.
Llegados a este punto siento deciros que el título de mi artículo es una absoluta falacia. El pequeño si puede ganarse el cielo sino se pone las mismas botas con las que su padre recorrió aquel camino que les llevo a la perdición. Aunque si le preguntáis al pequeño Michael sobre si su padre era un hombre bueno o en él había una pizca de bondad, siempre dirá lo mismo, lo que decimos o diremos todos: “Era mi padre”.
Se encienden las luces y explotan los sentimientos, ideas y experiencias en tu mente. No sabes ni como expresarlas y las imágenes se graban a fuego en tu memoria. Esto no es un artículo sobre la película, siento decepcionaros, es una carta de amor al cine.
Y es que… ¡Jo, qué grande eres!
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[…] que emprendían Bond y M hacia Skyfall, que tenía tanto de su obra maestra cinematográfica, Camino a la Perdición, como de tragedia […]