Philip K. Dick fue un adelantado a su tiempo, y como todos aquellos que son tildados de locos por compañeros más avezados en la materia, que confunden genialidad con delirio, el reconocimiento le llegó tras exhalar su último hálito de vida. Su legado, ninguneado en vida por ilustres literatos que consideraban la ciencia ficción un género menor, entretenimiento vacuo para el populacho, es inconmensurable y se erige como el pilar fundamental sobre el que se sustenta la literatura y el cine de ciencia ficción moderno. Philip K (indred) Dick fue un visionario, un enamorado del género que tuvo la suerte de ver materializada una de sus más febriles ensoñaciones. Poco antes de morir en marzo de 1982, pudo asistir a un montaje previo de la adaptación libre de su obra ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, realizada por un joven y prometedor Ridley Scott.
La película se llamaba Blade Runner y contaba la historia de un solitario y taciturno cazador de replicantes, androides creados por el ser humano que habían desarrollado una inteligencia emocional que les hacía plantearse cuestiones existenciales, todo tipo de emociones que les llevaban a querer romper las cadenas de la subyugación. ¿Emociones? Sí, “más humanos que los humanos”. Dick quedó impregnado de esa atmósfera oscura, sucia y opresiva; de ese ambiente noir bañado por las luces de neón y el humo que despedían los tenebrosos callejones. Contempló satisfecho como su obra e ideales iban a llegar a todo el mundo. Y pudo morir en paz.
Treinta y cinco años después de aquella obra que lo cambió todo, el director canadiense Denis Villeneuve afronta con Blade Runner 2049 su más titánica empresa (a la altura de intentar hacer una crítica de su película sin spoilers, creedme): contentar a las exigentes legiones de fans de la original. La primera fue vilipendiada tras su estreno por cierto sector de la crítica, que consideraba que se trataba de un excelente ejercicio estilístico, pero con más forma que verdadero contenido. Su punto de partida era excelente; su desarrollo exigía mayor profundidad que perseguir a los malos por ficticias ciudades recreadas en maquetas meticulosamente elaboradas y efectos visuales de futurismo cyberpunk. En su tardía secuela se subsanan muchos de sus problemas. Villeneuve ahonda en el drama replicante, en su humanidad, capacidad de sentir y dudas existenciales, que motivan que el blade runner protagonista, un necesariamente hierático Ryan Gosling, emprenda su periplo en busca de respuestas. Todo ello sin necesidad de grandes peroratas, dejando lugar a que hable la imagen. ¡Y qué imágenes! No, no hay lágrimas en la lluvia en sentido literal, pero la tormenta de sentimientos que se desata en el tejado entre Joi (Ana de Armas) y K calará hondo hasta en los corazones más gélidos. Además, Hampton Fancher, guionista también de la original, consigue sacarle partido a Harrison Ford como actor y no sólo como figura icónica; aunque vistas las dos secuencias de Jared Leto, sigue incidiendo en construir villanos de escasa enjundia.
Los espectadores acostumbrados a los blockbuster trepidantes se pueden sentir desesperados ante su tempo lento y discurso críptico, pero las imágenes que crean Villeneuve y el afamado director de fotografía Roger Deakins tienen un poder absolutamente hipnótico. La tonalidad del color varía dependiendo del lugar en el que nos encontremos (sí, nos encontremos; la inmersión es total) y Deakins demuestra su maestría a la hora de dibujar con la luz, componiendo imágenes de una belleza pictórica insólita; poesía para las retinas. La música completa la experiencia: no busquen a Vangelis, pero Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch hacen que el eco de sus sintetizadores sea una sinfonía para los oídos.
El cine de Denis Villeneuve vuelve a traspasar los géneros y, sirviéndose de su envoltorio de ciencia ficción, el drama invita a reflexionar sobre cuestiones tan trascendentales como quiénes somos, de dónde venimos o hacia dónde vamos (reflexiones que, por otro lado, la emparentan con La llegada). Más allá del componente filosófico, también se trata de una colosal parábola sobre nuestra futura relación con la tecnología, tan grande e imponente como la Puerta de Tannhäuser. Sólo el tiempo dirá si nos encontramos ante una obra maestra.
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