Aquel verano, uno de tantos, que conformó mis rasgos más ocultos. Me dejaban solo en un pueblo absurdamente diminuto, con mis abuelos, que solo vivían para cebarme como a un cochinillo y para asegurarse que volvía sano y salvo a las doce. Que se daban cuenta de que era imposible evitar que todas las semanas nos rompiésemos alguna parte del cuerpo o rompiésemos la parte del cuerpo de alguien. Que desistió y decidió dejarnos ser niños salvajes por un corto lapsus temporal.
Aquel verano, uno de tantos, que tuve una riña fuerte con un amigo, que más que amigo era un cabrón, pero que de cabrones está formando el mundo y no me excluyo. Establecimos una línea divisoria que no existía y en cada lado nos posicionábamos una banda y otra. Intercambiábamos ingeniosos insultos haciendo alusión a nuestros rasgos físicos más llamativos, sin saber que eran las llaves que nos abrirían muchas puertas en el futuro.
Aquel verano, uno de tantos, que te conocí. Te considerabas sobras de carroñeros que no sabían mirarte tras probarte, mientras yo clamaba para que supieses lo que significabas sin decírtelo, sin insinuártelo y sin escribírtelo. Los niños y las niñas se dividían pero jugueteaban a juntarse. Las risas inocentes y las miradas furtivas explotaban, metralla incluida, y allí nadie hería a nadie, no de por vida, no habían cicatrices. Con jugar a las tinieblas todo se borraba.
Aquel verano, uno de tantos, en el que faltaba alguien que nunca dejará de faltar. Que las cosas ya no surgían por inercia, como antes, que necesitabas poner algo de esfuerzo. Esfuerzo en coger las bicis, esfuerzo en hacer una cabaña, esfuerzo en reunirnos en la plaza a fumar cigarros sin que nos viesen… esfuerzo en fingir que no habíamos crecido demasiado para ser niños.
Aquel verano en el que ya no podíamos fingir más y decidimos cambiar los palos por botellas de ginebra, las bicicletas por motos de demasiadas cilindradas, la pesca en el lago por la búsqueda de chicas en otros pueblos circundantes o, en definitiva, cualquier otra cosa que en principio tuviésemos prohibida.
Todos tenemos un “Aquel verano”, nuestro, único y sobre todo inolvidable. Las primas Mariko y Jillian Tamaki ilustran y crean una historia conmovedora que remueve los cimientos de nuestra adolescencia. La pérdida de la inocencia es el pilar de una obra con una sutileza dramática excepcional.
Mediante un trazo que oscila entre el estilo americano moderno y el manga más infantil (que le viene como anillo al dedo), las autoras tratan temas como el despertar sexual con mucha naturalidad pero con estilo y una inexplicable sensualidad, todo a golpe de dos colores: azul y blanco (cielo y mar). Y lo cierto es que consiguen, con absurda facilidad, reactivar los recuerdos aletargados que todos tenemos de nuestros veranos que, lo creamos o no, nos marcaron de por vida.
Momentos en los que el mundo deja de girar tan deprisa y nos permite reflexionar sobre lo que queremos conseguir en la vida. Para los adultos supone un enfrentamiento con la realidad que puede ser muy duro, para los jóvenes, un descubrimiento de esta que puede ser decisiva para convertirnos en adultos. “Aquel verano” es una novela gráfica para recordarlo todo y, si es en la playa, mejor que mejor.
Aquel verano, uno de tantos, en el que me dijeron que no irías, que ese año tenías que estar trabajando, pero que el año que viene no faltarías… aquel en el que me arrepentí de no haberte dicho lo que debía haberte dicho aquel último verano que no faltaste. Aquel verano en el que me di cuenta de que el lado bueno de las cosas es que, con el tiempo, aprendí que al no haber ocurrido será siempre el sentimiento más puro de mi vida.
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