Échate a temblar cuando alguien te diga: “¿Te vienes a ver un concierto de jazz fusión-flamenco?” Tienes dos opciones: O bien le escupes y le dices que la fusión es una degeneración de la música, que lo güeno y cierto es la pureza de los estilos o bien te tomas un antiácido y vas. No me gusta alentar a nadie a la gresca, pero es cierto que hay que defender las creencias de uno. Miren, yo el otro día fui a ver a Antonio Lizana septeto. No eran ni dos ni tres ni siete, sino siete, vaya cosas. Y ahí estaba yo, viendo a Antonio Lizana. Lo consideran uno de los mejores saxofonistas del país, talentoso, buen compositor con un sonido original y joven. Hasta aquí de acuerdo. Lo que nadie me dijo antes de ir a verlo es que en sus conciertos dos titanes luchan cuerpo a cuerpo y eso de la fusión se lo dejan a los clásicos. Lizana sí que viene a innovar, o al menos a presentar batalla.
Como el que juega a saltar charcos, toda la banda de Antonio Lizana se zambulle en la diafonía y el contratiempo a cada oportunidad que tiene. No lo dudan. Esos dos titanes pugnan por imponerse en un concierto lleno de guiños a otros estilos como el tango o el rock. Lizana es un mero moderador que encuentra el equilibrio perfecto entre sus dos solistas: voz y saxo. El primero se le queda agudo y hace que en ocasiones suene más a Canelita que a Camarón cuando interpreta por alegrías Un tiro al aire. A Mawi de Cádiz (bailaor) le han jugado una mala pasada los de producción pues no acertaron ni una sola vez a enchufarle el foco ni a quitarle el mute al micro para el taconeo. Eso sí, el garbo y la bravura con la que clavó el tacón fueron suficientes para hacerle brillar y sonar en su particular medievo energético. La gracia natural de Lizana le hizo ganarse a un público entre el que se encontraba Alberto Nieto, henchido de gozo como el padre que ve graduarse a su propio hijo. Y la verdad, no fue para menos.
Tras él la ganadora del premio que cada año otorga el festival a uno de los artistas en gratificación a su carrera. Dianne Reeves entre la música de sus músicos recibió una ovación de un público entregado ya no solo a sus años de artista sino al concierto que ofreció.
Comenzaron sus músicos en un tema instrumental que de vez en cuando radiografiaba a la archiversionada Summertime. Un acto protocolario para poner en valor a unos músicos de altísima talla. Bueno, piano y guitarra en suma, que se encargaron de sacar brillo a un concierto más dedicado a la experimentación vacua que otra cosa. Diane Reeves practica un scat chabacano, poco imaginativo y carente de sentido. Su voz es tan áspera que hace sibilar el micro. Hay pinceladas de Sara Vaughan, pero la verdad, sería un error ponerse a comparar. Los temas se hacen largos, pero al fondo del túnel veo dos luces: Romero Lubambo (guitarra) y Peter Martín (piano y teclados). Romero no arpegia, maneja un telar, de esos viejos, y además lo ha hecho toda su vida. Es la posición de las manos, el cómo pellizca y como aparta una traza para alcanzar la otra. No repite escalas, no asume el leitmotiv, crea uno para cada estrofa. Romero es, con alguna duda, el mejor guitarrista que ha pasado por esta edición.
Dianne tiene algunos buenos destellos. Es capaz de improvisar cualquier cosa, aunque sea la presentación de sus músicos. Lo que redondeó fue un son en el que por fin alcanzó bien el registro de silbido y algo de ese scat que tan grande le queda. Hicimos el camino, más a contraviento que valle abajo. Sin embargo, tras cada pendiente y con la sola esperanza del fin del camino, terminamos todas las etapas encontrando un algo, un no sé qué que ni acierto a explicar. Quizá alguien del público debió hacerme un guiño.
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